Siempre que dicto mis cursos de literatura española y llegamos al estudio de la cultura del siglo XVIII, les cuento a mis estudiantes esta anécdota. Se trata de mis encuentros con la pintura titulada Saturno devorando a sus hijos de Francisco de Goya. Creo que llegó la hora de ponerla por escrito, quizás como un acto de desafío ante olvido que viene con el tiempo.
Primer encuentro:
Tendría yo unos siete años como mucho y me gustaba curiosear el contenido de los libros que mi hermana Edna traía de la universidad. Mi favorito era el que llevaba por título Historia del arte, debido al centenar de fotos que contenían sus páginas. El primer día que lo hojeé las imponentes pirámides de Egipto, el suave rostro de Nefertiti, la descabezada Victoria de Samotracia, el caricaturesco Pantocrátor medieval, el exuberante Alhambra, La piedad de Miguel Ángel, el diabólico Bosco, las graciosas meninas de Velázquez y El juramento de los Horacios me llevaron embelesado por los caminos del arte occidental. Pero todo se transformó cuando llegué al Siglo de las Luces. La sección llevaba por título “La aurora de un Nuevo Mundo estético: Goya y Beethoven”. La entrada al capítulo estaba resguardada por la imagen a página completa del Coloso atribuido a Goya. Se trata de una pintura que representa a un gigante que como Godzilla atemoriza a una multitud de personas y animales diminutos que parecen correr despavoridos. Después de superar la estampa de semejante engendro pasando a la próxima página me topé con un muchacho indefenso que con sus manos extendidas aguardaba el instante en que sería asesinado por una línea de soldados. Los fusilamientos del 3 de mayo daban continuidad a la atmosfera de terror y muerte que el libro había adquirido hasta ese momento. Luego, llegó lo peor. En la siguiente página, ubicada del lado derecho, justo el lugar hacia donde te lleva la vista me topé con la terrible escena. Un sujeto decrépito y enloquecido apretaba entre sus manos el cuerpecillo de un niño al que ya le había comido el torso. La primera vez que lo vi cerré el libro y lo lancé lejos de mí. Esa noche no pude dormir. El viejo devorador de infantes se me aparecía en cada rincón del cuarto. A la mañana siguiente la curiosidad me dio valor y volví sobre el libro. Hice el mismo recorrido, pero esta vez muy alerta. Reconocí las señas del camino, el coloso me dio paso, el joven que aun esperaba su fusilamiento me miró como si yo fuese el próximo amenazado. Pasé la página con rapidez, vi el celaje del viejo decadente y sus grandes ojos abiertos me obligaron a cerrar los míos. Cuando abrí los ojos nuevamente ya estaba un siglo más adelante. Las cuadradas Señoritas de Aviñón de Picasso me miraban fijamente como si yo fuera un espectro de otra dimensión.
Segundo encuentro:
Fue en una clase de Humanidades en la UPR en Río Piedras. El profesor Arsenio Suárez Franceschi presentaba diapositivas de algunas obras de arte que representaban personajes de la mitología grecorromana. En medio de la oscuridad del salón, iluminado sobre la pared apareció el viejo de la infancia, igualmente espantoso sin terminar todavía de devorar el tierno cuerpecillo que exprimía con sus manos. Su mirada y aspecto deforme volvieron a sorprenderme. Me repuse y escuché la explicación del profesor. Lo llamó Cronos (Saturno para los romanos), dios del tiempo. Explicó que en el relato mítico el dios se tragaba a sus hijos (sin masticarlos) para evitar el presagio que establecía que uno de ellos lo destronaría. Sin embargo, Goya había elegido pintarlo como una suerte de monstruo caníbal, probablemente debido a una crisis personal que sufría en su tiempo. Luego el profesor dijo que la palabra “cronos” significaba tiempo y que los griegos ya sabían que todos somos hijos del tiempo y que este como un dios injusto nos devora. En mi primer encuentro con aquel ser terrible, mi mayor temor era que se me apareciera en sueños y me tragara. Ahora me enteraba de que sin aparecerse llevaba devorándome todo el tiempo. Aun con esta amenaza a mi plena juventud, me olvidé del temor de la edad y me concentré en la clase. Creo que con esa pintura nació mi gusto por el estudio del mito.
Tercer encuentro:
Llegué al Museo del Prado en Madrid sin saber que el viejo Saturno me sorprendería con su presencia al doblar la esquina de una de las salas de exhibición. Cuando vi el cuadro lo primero que me asombró fue su inofensivo tamaño. Me detuve por mucho rato a contemplar aquella escena que en mi infancia había sido motor de tantos desvelos y temores. Luego la miré como un objeto de estudio y me emocionó saber que estaba en frente del original que una vez Goya delineó de manera tan magistral, anunciando incluso el estilo impresionista. Cuando se le mira de cerca, el viejo dios se deforma más de lo que ya está y su espantosa fisonomía se diluye entre manchones claroscuros. Una vez la mirada del espectador se pierde entre esos negros baches cromáticos, el único color que resalta es el rojizo flagelo de sangre que delimita el cuerpecillo del niño devorado. Pareciera como si la misma pintura tuviese la capacidad de engullirse a sí misma y volver a aparecer en todo su horripilante esplendor. En aquellos momentos en que el internet era escasa, solo la visita al museo me permitió apreciar esos detalles. Decía Walter Benjamin que la obra de arte posee un aura, es decir una especie de unicidad o autenticidad que se relaciona con la pieza original. Creo que hay mucho de cierto en ello, pues la sensación que experimenté al ver la pintura en el museo fue una fusión de mis encuentros anteriores con ella. Nunca imaginé que una escena tan grotesca pudiese decirme algo sobre mí mismo, pero en esa pintura conviven tres elementos que de alguna manera me sumergen en la autorreflexión: la infancia dejada atrás, la frenética mirada que persigue al conocimiento y el paso del tiempo que solo se desafía con la obra de arte.
Primer encuentro:
Tendría yo unos siete años como mucho y me gustaba curiosear el contenido de los libros que mi hermana Edna traía de la universidad. Mi favorito era el que llevaba por título Historia del arte, debido al centenar de fotos que contenían sus páginas. El primer día que lo hojeé las imponentes pirámides de Egipto, el suave rostro de Nefertiti, la descabezada Victoria de Samotracia, el caricaturesco Pantocrátor medieval, el exuberante Alhambra, La piedad de Miguel Ángel, el diabólico Bosco, las graciosas meninas de Velázquez y El juramento de los Horacios me llevaron embelesado por los caminos del arte occidental. Pero todo se transformó cuando llegué al Siglo de las Luces. La sección llevaba por título “La aurora de un Nuevo Mundo estético: Goya y Beethoven”. La entrada al capítulo estaba resguardada por la imagen a página completa del Coloso atribuido a Goya. Se trata de una pintura que representa a un gigante que como Godzilla atemoriza a una multitud de personas y animales diminutos que parecen correr despavoridos. Después de superar la estampa de semejante engendro pasando a la próxima página me topé con un muchacho indefenso que con sus manos extendidas aguardaba el instante en que sería asesinado por una línea de soldados. Los fusilamientos del 3 de mayo daban continuidad a la atmosfera de terror y muerte que el libro había adquirido hasta ese momento. Luego, llegó lo peor. En la siguiente página, ubicada del lado derecho, justo el lugar hacia donde te lleva la vista me topé con la terrible escena. Un sujeto decrépito y enloquecido apretaba entre sus manos el cuerpecillo de un niño al que ya le había comido el torso. La primera vez que lo vi cerré el libro y lo lancé lejos de mí. Esa noche no pude dormir. El viejo devorador de infantes se me aparecía en cada rincón del cuarto. A la mañana siguiente la curiosidad me dio valor y volví sobre el libro. Hice el mismo recorrido, pero esta vez muy alerta. Reconocí las señas del camino, el coloso me dio paso, el joven que aun esperaba su fusilamiento me miró como si yo fuese el próximo amenazado. Pasé la página con rapidez, vi el celaje del viejo decadente y sus grandes ojos abiertos me obligaron a cerrar los míos. Cuando abrí los ojos nuevamente ya estaba un siglo más adelante. Las cuadradas Señoritas de Aviñón de Picasso me miraban fijamente como si yo fuera un espectro de otra dimensión.
Segundo encuentro:
Fue en una clase de Humanidades en la UPR en Río Piedras. El profesor Arsenio Suárez Franceschi presentaba diapositivas de algunas obras de arte que representaban personajes de la mitología grecorromana. En medio de la oscuridad del salón, iluminado sobre la pared apareció el viejo de la infancia, igualmente espantoso sin terminar todavía de devorar el tierno cuerpecillo que exprimía con sus manos. Su mirada y aspecto deforme volvieron a sorprenderme. Me repuse y escuché la explicación del profesor. Lo llamó Cronos (Saturno para los romanos), dios del tiempo. Explicó que en el relato mítico el dios se tragaba a sus hijos (sin masticarlos) para evitar el presagio que establecía que uno de ellos lo destronaría. Sin embargo, Goya había elegido pintarlo como una suerte de monstruo caníbal, probablemente debido a una crisis personal que sufría en su tiempo. Luego el profesor dijo que la palabra “cronos” significaba tiempo y que los griegos ya sabían que todos somos hijos del tiempo y que este como un dios injusto nos devora. En mi primer encuentro con aquel ser terrible, mi mayor temor era que se me apareciera en sueños y me tragara. Ahora me enteraba de que sin aparecerse llevaba devorándome todo el tiempo. Aun con esta amenaza a mi plena juventud, me olvidé del temor de la edad y me concentré en la clase. Creo que con esa pintura nació mi gusto por el estudio del mito.
Tercer encuentro:
Llegué al Museo del Prado en Madrid sin saber que el viejo Saturno me sorprendería con su presencia al doblar la esquina de una de las salas de exhibición. Cuando vi el cuadro lo primero que me asombró fue su inofensivo tamaño. Me detuve por mucho rato a contemplar aquella escena que en mi infancia había sido motor de tantos desvelos y temores. Luego la miré como un objeto de estudio y me emocionó saber que estaba en frente del original que una vez Goya delineó de manera tan magistral, anunciando incluso el estilo impresionista. Cuando se le mira de cerca, el viejo dios se deforma más de lo que ya está y su espantosa fisonomía se diluye entre manchones claroscuros. Una vez la mirada del espectador se pierde entre esos negros baches cromáticos, el único color que resalta es el rojizo flagelo de sangre que delimita el cuerpecillo del niño devorado. Pareciera como si la misma pintura tuviese la capacidad de engullirse a sí misma y volver a aparecer en todo su horripilante esplendor. En aquellos momentos en que el internet era escasa, solo la visita al museo me permitió apreciar esos detalles. Decía Walter Benjamin que la obra de arte posee un aura, es decir una especie de unicidad o autenticidad que se relaciona con la pieza original. Creo que hay mucho de cierto en ello, pues la sensación que experimenté al ver la pintura en el museo fue una fusión de mis encuentros anteriores con ella. Nunca imaginé que una escena tan grotesca pudiese decirme algo sobre mí mismo, pero en esa pintura conviven tres elementos que de alguna manera me sumergen en la autorreflexión: la infancia dejada atrás, la frenética mirada que persigue al conocimiento y el paso del tiempo que solo se desafía con la obra de arte.