Para mi esposa Ayelén el baño es una especie de santuario. Es el cuarto más arreglado de la casa. En el lavamanos todo está bien puestecito y ordenado. El inodoro luce tan arreglado que cualquiera diría que viste de boutique, pues tiene un atuendo distinto para cada estación del año. La cortina en la bañera es como un telón colorido que invita al espectáculo de la relajación que provee su ducha de masajes. Es una ducha con más de quince modalidades de chorros, mandada a pedir por Ayelén al mismo Japón. En fin, que el baño siempre está limpió, siempre recogido y siempre huele bien. Este orden lo gobierna mi esposa con mano de hierro y siempre está dispuesta a sacar a fuetazos de cantaleta, a cualquiera que intente convertir su templo de higiene en una cueva de ladrones. ¿Y yo? ¿Ya les dije que lo mismo me llaman Dimas que Gestas? Para ella yo soy el ladrón bueno y el malo, pues en el matrimonio aunque hay sus paraísos nunca faltan los calvarios. Así que soy yo quien le recuerda a mi esposa la verdadera función del baño, como depositario de la inmundicia corporal. Para Ayelén yo soy el caos. Demás está decir que este cuarto es uno de los motivos por los que más discutimos ella y yo.
Debo aclarar que antes discutíamos más que ahora pues cuando éramos recién casados yo todavía no conocía los límites de la fascinación de Ayelén por la limpieza del baño. Eso significa que con mi desorden fastidiaba más antes que ahora. Como dije con su mano de hierro Ayelén me ha ido ajustando para que yo cumpla con la media de los parámetros de ley y orden del baño. He cambiado se los juro. La toalla mojada sobre el toallero (no en encima del hamper), el lavamanos libre de pelos después de la afeitada, la pasta de dientes apretada desde abajo (no por el medio), el champú tapado para que no se caiga y manche la bañera y así otros detallitos. Sin embargo, hay algo que todavía no asimilo. Me cuesta, se me olvida, a veces lo hago pero otras tantas no, me descuido y nunca se me da ese asunto de cambiar el rollo de papel de baño cuando se ha gastado. Y no hay nada que le revuelva más la bilis a Ayelén que encontrarse sentada en su trono, acabar su asunto de evacuación, estirar la mano hacia el dispensador que le queda a sus espaldas y sentir la aspereza del cartón del rollo acabado, en lugar del mullido papel higiénico que utilizamos. Ese es el momento, es ahí cuando estalla el apocalipsis y se inician los enfrentamientos. Cuando discutimos realmente no la reconozco. Se le suben los rojos a la cara, la ceja izquierda se levanta como diciendo “te tengo en la mirilla”, sus ojos crecen desmedidamente, gesticula con terror y grita sin reparos. En fin que ante esa rabia, Hulk es un nene de teta. Pero yo no me quedo atrás, aun reconociendo mi error por haber olvidado otra vez el rollo nuevo que siempre se me olvida, pongo mi orgullo por delante como el escudo del Capitán América y contrataco. Un sencillo acto de olvido no merece tanta cantaleta. Entonces se forma la de Troya y nos tiramos con cuanta palabra y frase encontramos en nuestro arsenal. De hecho, de la última contienda salí malherido, tanto emocional como físicamente. Yo le había lanzado ese adjetivo que sé que le molesta, que le llega al tuétano, que le toca el botón de pánico: Ma-niá-ti-ca. Pero de tanto que ya lo he usado (tengo que buscarme otro) creo que ella lo vio venir desde la primera sílaba y ante la rabia por la reiteración, me tiró con lo primero que encontró: un reloj despertador grande y viejo, de metal duro, con sus campanitas y segundero que había heredado de la abuela. Me tiro a matar pues me tiró a la entrepierna. Afortunadamente aterrizó sobre la espinilla, pero todos saben que a un hombre no se le agrede de la cintura para abajo a menos que sea un asunto de vida o muerte. El cabrón reloj quedó sanito, la espinilla todavía a veces me hace tic tac. Era la primera vez que esto sucedía pues nunca antes nos habíamos ido a las manos como dicen. Los dos sabíamos que algo no estaba bien. Un silencio mucho más hiriente que nuestras palabras nos dejó frías las espaldas. Los dos estábamos avergonzados y yo encojonado por dentro. Luego se nos pasó, nos pedimos mil perdones, juramos nunca más cruzar esa línea y nos recompensamos batallando de otra manera, sin coraje, en la cama y por placer. Pero como los que estamos casados sabemos que por más buena que sea la intimidad ella no borra las marcas de la vergüenza, creo que todavía nos late a ambos en la conciencia las incidencias de mi provocación infame y de su ataque feroz.
Toda esta reflexión llegó a mi mente la semana pasada, justo cuando estaba sentado en el trono de la evacuación. Al terminar extendí la mano hacia el dispensador que me quedaba en las espaldas y ¡Sorpresa! Me topé con la aspereza del rollo de papel de baño gastado. Ayelén olvidó cambiarlo, fue ella, la sorprendí infraganti. Ahora iba a saber que ella no es perfecta, que esto a cualquiera se le olvida, que uno es humano, que comete errores. Es justo y necesario que se lo reclame, pensé. Por el bien de nuestra convivencia debo hacerle ver, que su obsesiva manía con lo del papel de baño es mala para nosotros. No se puede ser tan ordenado, hay que poner límites. Terminé el asunto que me trajo al baño (por si acaso lo están pensando sí me limpié, pues de la alegría no se me olvidó cambiar el rollo esta vez) agarré el rollo vacío y me dirigí a la puerta para ir a la batalla. De la emoción, se me complicó lo de abrir la cerradura y el tubo de cartón se me cayó al suelo. Al contemplarlo a la distancia me acordé de que una cosa que me divierte mucho es soplar a través del tubo e imitar el mugido de una vaca en agonía. Me sale igualito. Desde niño cuando vivía en casa de mis padres, yo era el rey de la burla y me ganaba la atención de todos con esta guasa. Entonces me permito un momento de diversión antes de descargar en contra de Ayelén. Me siento en el trono y comienzo a emitir el sonido. Me río y me entra una pavera mala que hasta me saca las lágrimas. No sé porque esta estupidez me causa tanto carcajeo. Luego me acuerdo que a Ayelén esto también la hace orinarse de la risa. Ella dice que no suena a una vaca agonizante, sino una vaca en celo que le ha entrado la bellaquera. Las pocas veces que hemos gozado con esto nos hemos reído sin parar. Claro que nunca ha sido con el rollo vacío del papel de baño, pues como he dicho ese solo provoca discordia, sino con el del papel toalla de la cocina el que curiosamente nunca se me olvida cambiar.
Ahora pongo el tubo sobre mi ojo derecho y miro a través de él. Esto es otra cosa divertida que se puede hacer con este cilindro, usarlo como si fuese un telescopio. Cierro mi ojo izquierdo para enfocar y todavía riéndome por lo de la vaca, miro el cuarto de baño a través del círculo. Me recuerda a las películas de James Bond. Mirar y disparar son una misma cosa lo que cambia es el objetivo. Sigo inspeccionando el baño a través del telescopio de cartón y doy con la cerradura, la estudio y de repente me acuerdo de que debo ir a mi encuentro con Ayelén. No puedo olvidarme de lo importante, tengo una misión que cumplir. Si dejo pasar esta oportunidad no habrá paz entre nosotros. Es hora de coger las cosas en serio y dejarle saber a mi esposa cómo me siento realmente. Esta vez se termina la cantaleta por el rollo de papel higiénico. Salgo del baño armado de valor y mientras recorro el pasillo miro otra vez el rollo y me tienta a volver a sonarlo con gemido de vaca gimiente. Me repongo, y planifico mi estrategia. Cuando la tenga de frente levantaré el rollo en la mano y diré: Acabo de salir del baño, mira lo que encontré, esto es para que veas que a cualquiera se le puede olvidar, incluso a ti que te crees tan per-fec-ta” Con eso bastará. Ya quisiera saber qué me va a contestar. Lo menos que espero es que mi reclamo le caiga como balde de agua fría. Llego hasta donde está Ayelén armado como un ángel guerrero del apocalipsis. El rollo es mi espada y mi voz el juicio del dios. Está sentada en la butaca mirando la televisión. Todavía no me ha visto. Levanto el rollo y la asusto con el trompeteo de la vaca en agonía. En mi esposa comienza a agitarse una risa escandalosa. Ahora me planto ante su cara como un ángel payaso del apocalipsis que prefiere el juego a la batalla. La espada se ha transformado en una vuvuzela que espanta la tensión y anuncia los nuevos tiempos.
Debo aclarar que antes discutíamos más que ahora pues cuando éramos recién casados yo todavía no conocía los límites de la fascinación de Ayelén por la limpieza del baño. Eso significa que con mi desorden fastidiaba más antes que ahora. Como dije con su mano de hierro Ayelén me ha ido ajustando para que yo cumpla con la media de los parámetros de ley y orden del baño. He cambiado se los juro. La toalla mojada sobre el toallero (no en encima del hamper), el lavamanos libre de pelos después de la afeitada, la pasta de dientes apretada desde abajo (no por el medio), el champú tapado para que no se caiga y manche la bañera y así otros detallitos. Sin embargo, hay algo que todavía no asimilo. Me cuesta, se me olvida, a veces lo hago pero otras tantas no, me descuido y nunca se me da ese asunto de cambiar el rollo de papel de baño cuando se ha gastado. Y no hay nada que le revuelva más la bilis a Ayelén que encontrarse sentada en su trono, acabar su asunto de evacuación, estirar la mano hacia el dispensador que le queda a sus espaldas y sentir la aspereza del cartón del rollo acabado, en lugar del mullido papel higiénico que utilizamos. Ese es el momento, es ahí cuando estalla el apocalipsis y se inician los enfrentamientos. Cuando discutimos realmente no la reconozco. Se le suben los rojos a la cara, la ceja izquierda se levanta como diciendo “te tengo en la mirilla”, sus ojos crecen desmedidamente, gesticula con terror y grita sin reparos. En fin que ante esa rabia, Hulk es un nene de teta. Pero yo no me quedo atrás, aun reconociendo mi error por haber olvidado otra vez el rollo nuevo que siempre se me olvida, pongo mi orgullo por delante como el escudo del Capitán América y contrataco. Un sencillo acto de olvido no merece tanta cantaleta. Entonces se forma la de Troya y nos tiramos con cuanta palabra y frase encontramos en nuestro arsenal. De hecho, de la última contienda salí malherido, tanto emocional como físicamente. Yo le había lanzado ese adjetivo que sé que le molesta, que le llega al tuétano, que le toca el botón de pánico: Ma-niá-ti-ca. Pero de tanto que ya lo he usado (tengo que buscarme otro) creo que ella lo vio venir desde la primera sílaba y ante la rabia por la reiteración, me tiró con lo primero que encontró: un reloj despertador grande y viejo, de metal duro, con sus campanitas y segundero que había heredado de la abuela. Me tiro a matar pues me tiró a la entrepierna. Afortunadamente aterrizó sobre la espinilla, pero todos saben que a un hombre no se le agrede de la cintura para abajo a menos que sea un asunto de vida o muerte. El cabrón reloj quedó sanito, la espinilla todavía a veces me hace tic tac. Era la primera vez que esto sucedía pues nunca antes nos habíamos ido a las manos como dicen. Los dos sabíamos que algo no estaba bien. Un silencio mucho más hiriente que nuestras palabras nos dejó frías las espaldas. Los dos estábamos avergonzados y yo encojonado por dentro. Luego se nos pasó, nos pedimos mil perdones, juramos nunca más cruzar esa línea y nos recompensamos batallando de otra manera, sin coraje, en la cama y por placer. Pero como los que estamos casados sabemos que por más buena que sea la intimidad ella no borra las marcas de la vergüenza, creo que todavía nos late a ambos en la conciencia las incidencias de mi provocación infame y de su ataque feroz.
Toda esta reflexión llegó a mi mente la semana pasada, justo cuando estaba sentado en el trono de la evacuación. Al terminar extendí la mano hacia el dispensador que me quedaba en las espaldas y ¡Sorpresa! Me topé con la aspereza del rollo de papel de baño gastado. Ayelén olvidó cambiarlo, fue ella, la sorprendí infraganti. Ahora iba a saber que ella no es perfecta, que esto a cualquiera se le olvida, que uno es humano, que comete errores. Es justo y necesario que se lo reclame, pensé. Por el bien de nuestra convivencia debo hacerle ver, que su obsesiva manía con lo del papel de baño es mala para nosotros. No se puede ser tan ordenado, hay que poner límites. Terminé el asunto que me trajo al baño (por si acaso lo están pensando sí me limpié, pues de la alegría no se me olvidó cambiar el rollo esta vez) agarré el rollo vacío y me dirigí a la puerta para ir a la batalla. De la emoción, se me complicó lo de abrir la cerradura y el tubo de cartón se me cayó al suelo. Al contemplarlo a la distancia me acordé de que una cosa que me divierte mucho es soplar a través del tubo e imitar el mugido de una vaca en agonía. Me sale igualito. Desde niño cuando vivía en casa de mis padres, yo era el rey de la burla y me ganaba la atención de todos con esta guasa. Entonces me permito un momento de diversión antes de descargar en contra de Ayelén. Me siento en el trono y comienzo a emitir el sonido. Me río y me entra una pavera mala que hasta me saca las lágrimas. No sé porque esta estupidez me causa tanto carcajeo. Luego me acuerdo que a Ayelén esto también la hace orinarse de la risa. Ella dice que no suena a una vaca agonizante, sino una vaca en celo que le ha entrado la bellaquera. Las pocas veces que hemos gozado con esto nos hemos reído sin parar. Claro que nunca ha sido con el rollo vacío del papel de baño, pues como he dicho ese solo provoca discordia, sino con el del papel toalla de la cocina el que curiosamente nunca se me olvida cambiar.
Ahora pongo el tubo sobre mi ojo derecho y miro a través de él. Esto es otra cosa divertida que se puede hacer con este cilindro, usarlo como si fuese un telescopio. Cierro mi ojo izquierdo para enfocar y todavía riéndome por lo de la vaca, miro el cuarto de baño a través del círculo. Me recuerda a las películas de James Bond. Mirar y disparar son una misma cosa lo que cambia es el objetivo. Sigo inspeccionando el baño a través del telescopio de cartón y doy con la cerradura, la estudio y de repente me acuerdo de que debo ir a mi encuentro con Ayelén. No puedo olvidarme de lo importante, tengo una misión que cumplir. Si dejo pasar esta oportunidad no habrá paz entre nosotros. Es hora de coger las cosas en serio y dejarle saber a mi esposa cómo me siento realmente. Esta vez se termina la cantaleta por el rollo de papel higiénico. Salgo del baño armado de valor y mientras recorro el pasillo miro otra vez el rollo y me tienta a volver a sonarlo con gemido de vaca gimiente. Me repongo, y planifico mi estrategia. Cuando la tenga de frente levantaré el rollo en la mano y diré: Acabo de salir del baño, mira lo que encontré, esto es para que veas que a cualquiera se le puede olvidar, incluso a ti que te crees tan per-fec-ta” Con eso bastará. Ya quisiera saber qué me va a contestar. Lo menos que espero es que mi reclamo le caiga como balde de agua fría. Llego hasta donde está Ayelén armado como un ángel guerrero del apocalipsis. El rollo es mi espada y mi voz el juicio del dios. Está sentada en la butaca mirando la televisión. Todavía no me ha visto. Levanto el rollo y la asusto con el trompeteo de la vaca en agonía. En mi esposa comienza a agitarse una risa escandalosa. Ahora me planto ante su cara como un ángel payaso del apocalipsis que prefiere el juego a la batalla. La espada se ha transformado en una vuvuzela que espanta la tensión y anuncia los nuevos tiempos.