Estábamos felices con nuestra decisión y fuimos a contarles a nuestras familias. Demás está decir que tanto en su casa como en la mía chocamos contra sendas paredes de total negación. Curiosamente los mismos criterios que nosotros utilizamos para justificar un matrimonio, los utilizaron ellos para boicotearlo. Ustedes son muy jóvenes, el enamoramiento es pasajero, aprovechen la primavera de sus vidas sin comprometerse, disfruten de las pequeñas cosas (cine, regalos, fiestas, etc.) no traten de ser adultos a destiempo. Quizás sea mejor que no se vean tanto.
Pero nuestra insistencia fue mayor, conspiramos en contra de su decisión de alejarnos, amenazamos con fugarnos o incluso con iniciar una huelga reproductiva de nueve meses para sellar nuestro compromiso. Nuestros padres desesperados optaron por una medida extrema: enviarnos a casa Manresa. En aquella época los católicos resolvían sus crisis enviando a los rebeldes, a los confundidos y a los sufridos a un retiro. Como la casa Manresa está en Aibonito, allá en el centro de la isla, en la montaña; se suponía que ese viaje entre curvas y vegetación te acercara al encuentro con lo divino. Ellos no sabían exactamente qué sucedía en el monte, ni dentro de la casa de retiros, pero los testimonios de gente curada, transformada y reconciliada eran innumerables. De todo el contenido del retiro, Ayelén y yo solo recordamos hasta hoy día una cosa: el tema sobre la sexualidad. Esta charla, que debido al interés de los participantes duró una hora y media más que las otras, irónicamente fue ofrecida por un cura para los varones y por una ex monja de clausura para las chicas. Éramos jóvenes, el tema nos cambió las vidas para siempre.
En mi caso me llamó mucho la atención el tema sobre la menstruación. El cura nos hablaba de los efectos que tenían los días del periodo en el sexo femenino. La forma en que se describía a las mujeres era cómo si éstas se transformaran en un monstruo impredecible, una especie de Queen Kong que con su reguero emocional arrasaba todo a su paso. El sacerdote hablaba de una transformación inexplicable para el varón, que incluía cambios repentinos de humor y deseo en la mujer. A mí siempre me han gustados los cuentos de horror, así que demás está decir que estuve atento toda la sesión. El cura también nos decía que eran días difíciles para el hombre y que debíamos aprender a lidiar con esa situación, si queríamos tener un matrimonio feliz. Yo en mi ignorancia imaginaba que durante esos días Ayelén se la pasaría encerrada (con llave por fuera) en un cuarto rodeado de barrotes y que yo con mi amor eterno le daría de comer a través de una compuerta para que estuviera sola, sin que yo pudiera molestarla ni ella molestarme a mí. El cura insistía en que durante esos días el verdadero amor se ponía a prueba y había que ser un “buen macho” para aguantar “las pruebas del matrimonio.” Después dijo algo sobre la sangre, el sacrificio y la cruz de Cristo que nunca entendí claramente, pero que en el fondo quería decir que esos días del mes para el hombre eran puro clavario. Yo así tan joven y tan jesuso no había pensado mucho en la convivencia durante el matrimonio. De hecho mi meta como futuro esposo se limitaba a tener una noche de sexo sobre una cama. Ese para mí era el punto culminante de nuestra historia de amor, pero tengo que decir que el cura me intimidó con sus descripciones sobre el período y la regla. El matrimonio se presentaba ahora como un largo periodo y sin reglas. Casarse no parecía algo tan atractivo.
Cuando llegó el último día del retiro nuestros padres asistieron a la actividad de clausura. El encuentro con ellos fue como los que se dan en los aeropuertos, nosotros volvíamos a la realidad y ellos querían saber cuánto nos había cambiado el tiempo de retiro. Después de muchos cantos, sermones y alabanzas llegó el momento de los testimonios. Cuando Ayelén habló sobre su experiencia parecía una chica muy distinta a la que llegó a Manresa. Hablaba sobre el compromiso de una buena esposa, valores de familia y amor incondicional hacia Dios. Yo no me quedé atrás, dije que había aprendido lo que verdaderamente significa ser hombre, sobre valores de familia y amor incondicional hacia Dios. Creo que hasta se me salió una lágrima. Días después Ayelén me confesó que para ella, yo también me había convertido en otra persona. Parecía que los relatos eran ciertos, la magia de Manresa era milagrosa pues llegamos queriendo ser uno y salimos convertidos en otros.
El tiempo pasó y Ayelén y yo comenzamos a vernos con menos frecuencia. Era el mes de mayo y por eso estuvimos muy ocupados con el final del semestre y los preparativos para la graduación de cuarto año. Llegó el día del baile y fuimos como pareja. Ayelén estaba preciosa, completamente transformada, pero no irreconocible. Después de mucho baile y relajo con los amigos ella y yo tuvimos un tiempo a solas y hablamos de lo ocurrido en el retiro. Le conté sobre las impresiones que me había causado el tema de la menstruación y sobre mi idea de que ella pasara esos días en una especie de cárcel por el bien de ambos. Ella se sorprendió y me dijo que había pensado lo mismo, pero a la inversa. Es decir, que ante el festival de desconsideración que suelen manifestar los hombres en esos días, lo mejor era que yo estuviera encerrado para no molestarla. Curiosamente los dos habíamos pensado en cárceles para el uno y para el otro, cárceles para salvar al otro del peligro de uno mismo, en fin en cárceles de amor. Hasta hoy creo que Ayelén y yo no podemos encontrar las palabras exactas para describir lo que sentimos al saber que habíamos pensado solucionar el problema de la menstruación de la misma manera. Estábamos hechos el uno para el otro, nos reconocimos enamorados nuevamente, volvíamos a ser nosotros. Un beso largo como la balada Hotel California que sonaba al fondo, hizo que se derritiera el hechizo que había dejado el retiro. Éramos otra vez dos quereres andantes, casa Manresa había caído y nuestra ingenua primavera volvía a poner sus ojos sobre los cerezos.