Odio cortar el patio. Me repugna estar todo un día empujando la podadora e ir por todas las esquinas del terreno persiguiendo cada yerbita con el trimmer. Vestido con ropa ancha, manchada y rota parezco un espantapájaros que lleva en sus trapos las marcas de tanta maleza cortada y sufrida. El gran sombrero que me pongo para cubrirme del sol contrasta con las calurosas botas de goma que al final del día me dejan los pies como dos biftecs machacados. La yerba mala que nunca muere parece sentirse amenazada y envía a su cadillo y su moriviví para que me hinquen. A esto se le suman los acechantes ataques de las guerrillas de hormigas, abejas y otras sabandijas multiformes. En fin que se la pasa uno todo el día dando vueltas de aquí para allá, mezclando líquidos tóxicos, desenredando hilos, talando bejucos, rastrillando ramas, combatiendo alimañas y recogiendo escombros.
Odio la podadora. Además del ruido y el reguero de pasto que hace, el solo proceso de prenderla es una odisea. Echar gasolina y aceite, apretar por aquí, pompear por allá, ajustar otra cosa por acá y después…a jalar se ha dicho. Con los muchos jalones que tengo que darle a la cabuya para que el motor se caliente y se active, siento que el brazo se me quiere salir de sitio. Finalmente cuando a la máquina le da la gana de prender tiene uno que arrancar a empujar para que ella arranque. Es irónico que la sofisticada podadora corta, pero no se mueve. Todavía recuerdo lo que dijo mi bisabuelo cuando vio una máquina de cortar grama por primera vez: “Antes el hombre guiaba a los bueyes y ellos jalaban el arado, pero con este aparato uno es el guía y a la misma vez el buey que hace la fuerza.” Debo decir que la primera podadora que vio mi bisabuelo fue la mía, así que ese buey al que se refería definitivamente era yo. Y lo digo porque después él siguió hablando de lo difícil que era la vida antes y lo fácil que es ahora. Pero para mi bisabuelo lo fácil, es igual a vagancia y a poca hombría. Lo del buey no lo dijo solamente por lo de la fuerza bruta, sino también para recordarme eso que a esta bestia le falta entre las patas.
Odio el trimmer. Esto es definitivamente lo más que me encabrona de cortar el patio. Aparte de todo lo que hay que hacer para prenderlo, igual que con lo de la podadora, ahora hay que añadir el revolú del dichoso hilo. No solo hay que enrollarlo y enhebrarlo como si uno fuera una costurera, sino que hay que estar dando cantazos con el yoyo sobre el terreno para que suelte más hilo. Y por supuesto, a veces funciona y la mayoría de las veces no. Así que tienes que estar parando la obra para arreglar el maldito hilo lo que significa que se multiplican los jalones para prenderlo y también el ruido del motor que ahora lo cargas encima y no a tres pies de distancia como con la podadora. Luego viene el arte de hacerle el cerquillo a las dichosas orillas de las aceras. No es sencillo. Se requieren destrezas de geometría, cálculo y buen pulso. Pero yo que soy bastante malo en matemáticas, trato de hacerlo todo de prisa y a ojo y además la vibración del trimmer me provoca un gran temblequeo en las manos. De manera que los bordes de mi patio no saben lo que es una línea recta y siempre tienen que conformarse con los zigzags de mi desastre.
Ya sé lo que deben estar pensando. Acacio eres un exagerado. Te quejas demasiado y sin razón. Sigue haciéndolo y verás que te acostumbras. Cómprate una podadora y un trimmer nuevo. Págale a alguien para que te haga el trabajo. Muchos hombres y mujeres lo hacen y no se quejan. En fin, que probablemente lo que ustedes estén pensando es lo mismo que mi conciencia me dice cada vez que me llegan estas ideas de fastidio a la cabeza. Lo curioso es que solo pienso en lo mucho que aborrezco hacer el patio cuando me toca trabajar en él. Y es que cortar el patio es pensar en cuánto lo odio. Sin embargo, este sentimiento se queda oculto dentro de mí, pues a nadie le he hablado de él hasta ahora que les cuento a ustedes. Tampoco lo expreso mientras estoy en medio de la faena del patio. Los vecinos me ven trabajando, me saludan y me detengo para hablar con ellos. Los niños de la urbanización, el cartero y los vendedores pasan y les sonrío. Ayelén me trae una limonada, me da un besito sobre la mejilla y yo le respondo con un cariño. Nadie se percata de que mientras hago el patio, al mismo tiempo estoy luchando en contra del trabajo y detestando cada tarea. Y así como viene este mal rato, así también se va. El odio a esta tarea doméstica parece activarse tan pronto enciendo la podadora y desactivarse cuando apago el trimmer. Es irónico, lo sé. El odio al patio es como una maleza en mi mente que solo la podadora y el trimmer pueden controlar. Lo malo son los jalones, el ruido y las esquinas marcadas por los zigzags de mi desastre.
Odio la podadora. Además del ruido y el reguero de pasto que hace, el solo proceso de prenderla es una odisea. Echar gasolina y aceite, apretar por aquí, pompear por allá, ajustar otra cosa por acá y después…a jalar se ha dicho. Con los muchos jalones que tengo que darle a la cabuya para que el motor se caliente y se active, siento que el brazo se me quiere salir de sitio. Finalmente cuando a la máquina le da la gana de prender tiene uno que arrancar a empujar para que ella arranque. Es irónico que la sofisticada podadora corta, pero no se mueve. Todavía recuerdo lo que dijo mi bisabuelo cuando vio una máquina de cortar grama por primera vez: “Antes el hombre guiaba a los bueyes y ellos jalaban el arado, pero con este aparato uno es el guía y a la misma vez el buey que hace la fuerza.” Debo decir que la primera podadora que vio mi bisabuelo fue la mía, así que ese buey al que se refería definitivamente era yo. Y lo digo porque después él siguió hablando de lo difícil que era la vida antes y lo fácil que es ahora. Pero para mi bisabuelo lo fácil, es igual a vagancia y a poca hombría. Lo del buey no lo dijo solamente por lo de la fuerza bruta, sino también para recordarme eso que a esta bestia le falta entre las patas.
Odio el trimmer. Esto es definitivamente lo más que me encabrona de cortar el patio. Aparte de todo lo que hay que hacer para prenderlo, igual que con lo de la podadora, ahora hay que añadir el revolú del dichoso hilo. No solo hay que enrollarlo y enhebrarlo como si uno fuera una costurera, sino que hay que estar dando cantazos con el yoyo sobre el terreno para que suelte más hilo. Y por supuesto, a veces funciona y la mayoría de las veces no. Así que tienes que estar parando la obra para arreglar el maldito hilo lo que significa que se multiplican los jalones para prenderlo y también el ruido del motor que ahora lo cargas encima y no a tres pies de distancia como con la podadora. Luego viene el arte de hacerle el cerquillo a las dichosas orillas de las aceras. No es sencillo. Se requieren destrezas de geometría, cálculo y buen pulso. Pero yo que soy bastante malo en matemáticas, trato de hacerlo todo de prisa y a ojo y además la vibración del trimmer me provoca un gran temblequeo en las manos. De manera que los bordes de mi patio no saben lo que es una línea recta y siempre tienen que conformarse con los zigzags de mi desastre.
Ya sé lo que deben estar pensando. Acacio eres un exagerado. Te quejas demasiado y sin razón. Sigue haciéndolo y verás que te acostumbras. Cómprate una podadora y un trimmer nuevo. Págale a alguien para que te haga el trabajo. Muchos hombres y mujeres lo hacen y no se quejan. En fin, que probablemente lo que ustedes estén pensando es lo mismo que mi conciencia me dice cada vez que me llegan estas ideas de fastidio a la cabeza. Lo curioso es que solo pienso en lo mucho que aborrezco hacer el patio cuando me toca trabajar en él. Y es que cortar el patio es pensar en cuánto lo odio. Sin embargo, este sentimiento se queda oculto dentro de mí, pues a nadie le he hablado de él hasta ahora que les cuento a ustedes. Tampoco lo expreso mientras estoy en medio de la faena del patio. Los vecinos me ven trabajando, me saludan y me detengo para hablar con ellos. Los niños de la urbanización, el cartero y los vendedores pasan y les sonrío. Ayelén me trae una limonada, me da un besito sobre la mejilla y yo le respondo con un cariño. Nadie se percata de que mientras hago el patio, al mismo tiempo estoy luchando en contra del trabajo y detestando cada tarea. Y así como viene este mal rato, así también se va. El odio a esta tarea doméstica parece activarse tan pronto enciendo la podadora y desactivarse cuando apago el trimmer. Es irónico, lo sé. El odio al patio es como una maleza en mi mente que solo la podadora y el trimmer pueden controlar. Lo malo son los jalones, el ruido y las esquinas marcadas por los zigzags de mi desastre.