Cuando Ayelén y yo terminamos nuestros grados universitarios decidimos casarnos. Recuerdo que no nos tomó más de dos segundos decidir la fecha. Nuestra boda sería en abril porque es el momento de la plena primavera que describía Neruda y porque ese fue el mes en el que nos conocimos. Estábamos felices con nuestra decisión y fuimos a contarles a nuestras familias. Cuando les dimos la noticia a los padres de Ayelén, ambos se emocionaron mucho y sus primeras palabras fueron “cuenten con nuestro apoyo en todo, todo lo que necesiten”. Luego nos daríamos cuenta de que ese énfasis en el “todo”, venía acompañado de “toda” una gran oferta. Sin haberles dicho todavía la fecha, el padre de Ayelén dijo que lo ideal era que celebráramos la boda en junio porque además de ser el mes de las bodas, para él era todo un privilegio que su hija se casara en el mes de los padres. Al principio intentamos comunicarle nuestro deseo primaveral, pero él añadió que si le dábamos ese gusto él mismo se encargaría de correr con los gastos de la comida, el local y la música del famoso mariachi Las arrolladoras águilas negras de Guanajuato. Este grupo “compuesto de puros meros mexicanos” según aseguró él, interpretaría el ya famoso bolero titulado Mi niña bonita, himno rancio que se canta en probablemente un 50% de las bodas celebradas en este país. Ayelén que en una ocasión me había manifestado lo mucho que detestaba esa canción, especialmente por la parte que dice que todos los hombres “cuando van a ser padres quisieran tener un niño luego les nace una niña y sufre una decepción” dirigió su mirada hacia la madre en busca de auxilio. Pero la madre no se quedaba atrás, pues ella tenía alistada también su fecha preferida y sin reparos mejoró la oferta de su esposo prometiendo también el vestido de bodas solo si accedíamos a casarnos el catorce de febrero. Para ella no había nada más romántico que una boda el día de los enamorados y había que verla cómo se le volaban los ojos soñando con decoraciones rojas y centros de mesa emperifollados, como si fuese ella la que iba a casarse. Hoy quisiera poder decir que nos resistimos a tales chantajes, que logramos que nuestra voluntad de amor libre se impusiera, pero la verdad es que nos dejamos comprar como dos rameras en medio de la avenida del derroche nupcial. Cuando llegamos a casa de mis padres la situación no fue muy distinta. Ellos tenían también sus ofertas y condiciones de modo que se repartieron todo lo que quedaba y nuestra boda quedó prácticamente planeada y financiada en menos de diez horas. Ayelén y yo somos hijos únicos, creo que debí decir esto antes ¿verdad?
Durante los meses que duró la planificación Ayelén y yo prácticamente no hicimos nada. Nuestra participación durante los preparativos se limitaba a realizar lo que nadie podía hacer por nosotros: medirnos el vestuario, posar y firmar uno que otro documento. El día de la boda transcurrió de igual forma. Parecíamos dos muñequitos de esos que se ponen sobre los biscochos, dos maniquíes que todo el mundo acomodaba, besaba, abrasaba y retrataba a su antojo. Teníamos la sensación de que todos los presentes estaban en todas partes. El color rojo de la decoración alusiva al día del amor, nos daba una sensación de claustrofobia a pesar de lo espacioso del local. Solo en dos momentos pudimos realizar a solas aquello que tanto queríamos, uno cuando le tomamos sus versos prestados a Neruda para recitar nuestros votos ante el altar y luego cuando montados en la limosina nos besábamos apasionadamente como si no hubiese mañana. Demás está decir que ni al momento de ir al baño estábamos solos, pues alguno de nuestros padres siempre estaba esperando a que saliéramos del cubículo para arreglarnos la corbata, el velo y todo el ropaje que nos envolvía. Fue una tarde larga e intensa como la cola roja del vestido de Ayelén y para cerrar la noche con broche de oro, cuando ya nadie lo esperaba, el padre de mi esposa se apareció de sorpresa, sin avisar y por cojones caminando en medio del salón junto a Las arrolladoras águilas negras de Guanajuato, que al son de Mi niña bonita arrancaron las lágrimas de los presentes incluyendo las de Ayelén. El rímel se corrió e inmediatamente fue necesario un retoque. El llanto no cesaba, yo quedé estupefacto. Ayelén como una buena hija se conmovía ante el gesto de su padre a pesar de lo mucho que detestaba aquella canción. Agarré su mano para consolarla y apretó la mía de tal manera, que inmediatamente noté que estaba equivocado. Cuando la maquillista se retiró y el público aplaudía por la canción concluida, Ayelén se acercó a mi oído y haciendo un esfuerzo ante el ruido me dijo: “Hemos perdido aun este crepúsculo”. Cuando miré su rostro noté que ni siquiera el retoque lograba disimular esa expresión de frustración que la sobrecogía. Yo no pude hacer otra cosa que servirle de espejo y cumplir la promesa del altar de estar con ella en lo próspero y lo adverso. Más tarde ella me confesaría que fue en ese momento cuando se dio cuenta de que nuestros padres habían celebrado la boda, mientras que nosotros nos habíamos limitado a firmar un contrato.
Una vez concluido el día del amor y la amistad, nuestros padres se montaron en la limosina con nosotros y fueron a dejarnos en el puerto para que nos embarcáramos en un crucero que mi padre reservó para la luna de miel. No teníamos idea de hacia dónde carajo nos dirigíamos exactamente. Allí nos dejaron con nuestro equipaje, no sin antes depositar en nuestros oídos numerosos consejos para la noche de bodas, que por pudor prefiero no detallar en este relato. Cuando llegamos a la habitación estábamos tan exhaustos que nos lanzamos a la cama del camarote y allí permanecimos hasta la una de la tarde del día siguiente. La lencería de Ayelén y mi ropa interior de marca durmieron en lechos separados dentro de las maletas. Tirados sobre el lecho nupcial asumimos la única postura que no aparece en el Kama Sutra, espalda con espalda. Cuando abrí los ojos Ayelén estaba sentada a mi lado con la misma expresión en el rostro que tenía la noche anterior. Me dijo que le había llegado la regla. El rojo del día de los enamorados se había metido como un polizonte en nuestra luna de miel. Seguramente nos tocaba a nosotros pensar en este detalle al momento de elegir la fecha de nuestra boda, pero no lo hicimos. Definitivamente nuestras mentes estaban invadidas por un furor nupcial que era más grande que la primavera de nuestras voluntades.
Durante los meses que duró la planificación Ayelén y yo prácticamente no hicimos nada. Nuestra participación durante los preparativos se limitaba a realizar lo que nadie podía hacer por nosotros: medirnos el vestuario, posar y firmar uno que otro documento. El día de la boda transcurrió de igual forma. Parecíamos dos muñequitos de esos que se ponen sobre los biscochos, dos maniquíes que todo el mundo acomodaba, besaba, abrasaba y retrataba a su antojo. Teníamos la sensación de que todos los presentes estaban en todas partes. El color rojo de la decoración alusiva al día del amor, nos daba una sensación de claustrofobia a pesar de lo espacioso del local. Solo en dos momentos pudimos realizar a solas aquello que tanto queríamos, uno cuando le tomamos sus versos prestados a Neruda para recitar nuestros votos ante el altar y luego cuando montados en la limosina nos besábamos apasionadamente como si no hubiese mañana. Demás está decir que ni al momento de ir al baño estábamos solos, pues alguno de nuestros padres siempre estaba esperando a que saliéramos del cubículo para arreglarnos la corbata, el velo y todo el ropaje que nos envolvía. Fue una tarde larga e intensa como la cola roja del vestido de Ayelén y para cerrar la noche con broche de oro, cuando ya nadie lo esperaba, el padre de mi esposa se apareció de sorpresa, sin avisar y por cojones caminando en medio del salón junto a Las arrolladoras águilas negras de Guanajuato, que al son de Mi niña bonita arrancaron las lágrimas de los presentes incluyendo las de Ayelén. El rímel se corrió e inmediatamente fue necesario un retoque. El llanto no cesaba, yo quedé estupefacto. Ayelén como una buena hija se conmovía ante el gesto de su padre a pesar de lo mucho que detestaba aquella canción. Agarré su mano para consolarla y apretó la mía de tal manera, que inmediatamente noté que estaba equivocado. Cuando la maquillista se retiró y el público aplaudía por la canción concluida, Ayelén se acercó a mi oído y haciendo un esfuerzo ante el ruido me dijo: “Hemos perdido aun este crepúsculo”. Cuando miré su rostro noté que ni siquiera el retoque lograba disimular esa expresión de frustración que la sobrecogía. Yo no pude hacer otra cosa que servirle de espejo y cumplir la promesa del altar de estar con ella en lo próspero y lo adverso. Más tarde ella me confesaría que fue en ese momento cuando se dio cuenta de que nuestros padres habían celebrado la boda, mientras que nosotros nos habíamos limitado a firmar un contrato.
Una vez concluido el día del amor y la amistad, nuestros padres se montaron en la limosina con nosotros y fueron a dejarnos en el puerto para que nos embarcáramos en un crucero que mi padre reservó para la luna de miel. No teníamos idea de hacia dónde carajo nos dirigíamos exactamente. Allí nos dejaron con nuestro equipaje, no sin antes depositar en nuestros oídos numerosos consejos para la noche de bodas, que por pudor prefiero no detallar en este relato. Cuando llegamos a la habitación estábamos tan exhaustos que nos lanzamos a la cama del camarote y allí permanecimos hasta la una de la tarde del día siguiente. La lencería de Ayelén y mi ropa interior de marca durmieron en lechos separados dentro de las maletas. Tirados sobre el lecho nupcial asumimos la única postura que no aparece en el Kama Sutra, espalda con espalda. Cuando abrí los ojos Ayelén estaba sentada a mi lado con la misma expresión en el rostro que tenía la noche anterior. Me dijo que le había llegado la regla. El rojo del día de los enamorados se había metido como un polizonte en nuestra luna de miel. Seguramente nos tocaba a nosotros pensar en este detalle al momento de elegir la fecha de nuestra boda, pero no lo hicimos. Definitivamente nuestras mentes estaban invadidas por un furor nupcial que era más grande que la primavera de nuestras voluntades.