A Pepe lo compré cuando estaba en el cuarto año de la escuela superior, lleva conmigo como unos veinte años. Me costó cincuenta pesos. Lo pagué con el primer cheque, de mi primer empleo, del primer fast food en el que trabajé. Está prelavado, tiene el ruedo tubeado y las costuras de las rodillas están rotas, pero a la moda. Demás está decir que es mi mahón favorito, el de la suerte. Con él corrí hasta de capota por medio mundo y en sus cinco bolsillos metí cuanta porquería de valor se puede uno imaginar.
Recuerdo que cuando me lo puse por primera vez salí de la casa filoteao y blindao. Todo el mundo me decía lo bien que me quedaba el condenao mahón. Aunque a Pepe lo acompañaba una camiseta Mossimo, unas Converse negras y unas gafas Oakley, la verdad es que él era el centro de atracción. Eso quedó comprobado cuando me encontré con Mónica en el espuma party de nuestra clase graduanda. A Mónica, que hasta ese entonces no había permitido que nuestros cariños pasaran de unos cuantos grajeos y apretones inocentes, se le subió la espuma y todo quedó consumado. Fue así como Pepe y yo comenzamos nuestra larga trayectoria de juergas alegres, y por qué no decirlo, de tristezas y desengaños también.
Ciertamente después de tanto tiempo el pobre mahón ya no es el mismo que era antes. Está viejito y desgastado, pero increíblemente todavía me sirve, aunque me queda un poquito apretado. Nada que no se pueda solucionar halando con fuerza para que el ruedo pase por los talones y tirándose a la cama para subirse el zipper. Cada vez que puedo me lo engancho y no hay vuelta atrás. Andar con Pepe es como janguear con tu mejor pana, él te conoce lo gustos, tú le conoces todos sus movimientos y se cuidan el uno al otro. Eso es a lo que yo llamo alegría y comodidad.
Pero hoy es un día triste para Pepe y para mí, ya que cuando fui a ponérmelo no lo encontré en su lugar. Cuando noté que no estaba en el closet, ni en el hamper, ni en la lavadora, ni en la secadora me di cuenta de que algo no estaba bien. Así que con cierto temor fui a buscarlo a la cocina, en donde estaba Ayelén. Una sospecha ácida en el estómago me decía que ella tenía algo que ver con la desaparición. Ya en varias ocasiones ella me había dicho que era tiempo de deshacerme de Pepe. Sus razones eran variadas y cada vez más frecuentes: “no te queda bien”, “está pasado de moda”, “parece que vas para un concierto de Def Leppard”, “la gente comenta y se ríe”. Cuando le pregunté, me dijo que no sabía dónde estaba, pero cuando le recordé que ella es la única que brega con la ropa en casa, cantó como chota de presidio: “Se lo di a la gente de la parroquia para que lo vendan en el bazar.” Cuando terminó su confesión tuve que poner una mano sobre el tope del gabinete para asegurarme de que no me iba a caer debido a la impresión. Inmediatamente comenzamos a discutir. Yo le reclamaba, ella contrarrestaba y el volumen de nuestras voces aumentó exponencialmente. Cuando ya habíamos entrando en calor e incluso estábamos manoteando, Ayelén me reclamó diciendo que por qué siendo yo un manganzón de cuarenta años no podía dejar de vestirme como un muchacho de escuela superior. Así que como ya hacía tiempo que temía que esto podía suceder, le tiré con el arma secreta que había preparado para este caso: “Porque ese era el mahón que llevaba puesto el día en que te conocí.” Un silencio encabronado se apoderó de la cocina. Ninguno de los dos sabía qué decir. En ese momento tocaron a la puerta. Nos pusimos nuestras máscaras de “aquí no ha pasado nada” y fuimos a recibir. Era la suegra, siempre sin avisar y tan inoportuna. Traía una bolsa con un montón de ropa. Dijo que había visitado el bazar de la parroquia y había comprado algo para nosotros. Para mí un mahón y para Ayelén una blusa. Cuando sacó las piezas nos dijo que las había comprado porque las vio y se les parecieron a nosotros. Mi suegra es media despistada y cegata, es una Mrs. Magoo andante, así que nunca se dio cuenta de que lo que nos regaló era parte de lo que Ayelén había donado al bazar. De hecho, mi suegra nunca supo que la blusa que le trajo a su hija, ella misma se la había regalado para navidad y Ayelén, como detestaba el color, se la había dado a los de la parroquia con todas las etiquetas y sellos. En mi caso yo reconocí mi regalo inmediatamente; era Pepe. De la emoción allí mismo en la sala me bajé los pantalones que tenía puestos, me enganché a mi pana de toda la vida y salí para la calle. Por alguna razón extraña el destino me había devuelto a Pepe. Mientras iba en el carro pensaba en la cantidad de ropa que uno usa en toda su vida. ¿Dónde están todas esa piezas y trapos que uno se ha puesto desde que eran un recién nacido? ¿En qué bazar del destino está colgando ahora toda esa indumentaria que nos ha arropado el cuerpo a través de tantos años? Pues la verdad no lo sé, Pepe a veces hace que me ponga medio nostálgico y filosófico. Solo sé una cosa, y es que en ese bazar del destino también debe estar colgando Parasuco, el mahón que llevaba puesto el día en que conocí a Ayelén. ¡Cuánto me hubiese gustado haberlo conservado también!
Recuerdo que cuando me lo puse por primera vez salí de la casa filoteao y blindao. Todo el mundo me decía lo bien que me quedaba el condenao mahón. Aunque a Pepe lo acompañaba una camiseta Mossimo, unas Converse negras y unas gafas Oakley, la verdad es que él era el centro de atracción. Eso quedó comprobado cuando me encontré con Mónica en el espuma party de nuestra clase graduanda. A Mónica, que hasta ese entonces no había permitido que nuestros cariños pasaran de unos cuantos grajeos y apretones inocentes, se le subió la espuma y todo quedó consumado. Fue así como Pepe y yo comenzamos nuestra larga trayectoria de juergas alegres, y por qué no decirlo, de tristezas y desengaños también.
Ciertamente después de tanto tiempo el pobre mahón ya no es el mismo que era antes. Está viejito y desgastado, pero increíblemente todavía me sirve, aunque me queda un poquito apretado. Nada que no se pueda solucionar halando con fuerza para que el ruedo pase por los talones y tirándose a la cama para subirse el zipper. Cada vez que puedo me lo engancho y no hay vuelta atrás. Andar con Pepe es como janguear con tu mejor pana, él te conoce lo gustos, tú le conoces todos sus movimientos y se cuidan el uno al otro. Eso es a lo que yo llamo alegría y comodidad.
Pero hoy es un día triste para Pepe y para mí, ya que cuando fui a ponérmelo no lo encontré en su lugar. Cuando noté que no estaba en el closet, ni en el hamper, ni en la lavadora, ni en la secadora me di cuenta de que algo no estaba bien. Así que con cierto temor fui a buscarlo a la cocina, en donde estaba Ayelén. Una sospecha ácida en el estómago me decía que ella tenía algo que ver con la desaparición. Ya en varias ocasiones ella me había dicho que era tiempo de deshacerme de Pepe. Sus razones eran variadas y cada vez más frecuentes: “no te queda bien”, “está pasado de moda”, “parece que vas para un concierto de Def Leppard”, “la gente comenta y se ríe”. Cuando le pregunté, me dijo que no sabía dónde estaba, pero cuando le recordé que ella es la única que brega con la ropa en casa, cantó como chota de presidio: “Se lo di a la gente de la parroquia para que lo vendan en el bazar.” Cuando terminó su confesión tuve que poner una mano sobre el tope del gabinete para asegurarme de que no me iba a caer debido a la impresión. Inmediatamente comenzamos a discutir. Yo le reclamaba, ella contrarrestaba y el volumen de nuestras voces aumentó exponencialmente. Cuando ya habíamos entrando en calor e incluso estábamos manoteando, Ayelén me reclamó diciendo que por qué siendo yo un manganzón de cuarenta años no podía dejar de vestirme como un muchacho de escuela superior. Así que como ya hacía tiempo que temía que esto podía suceder, le tiré con el arma secreta que había preparado para este caso: “Porque ese era el mahón que llevaba puesto el día en que te conocí.” Un silencio encabronado se apoderó de la cocina. Ninguno de los dos sabía qué decir. En ese momento tocaron a la puerta. Nos pusimos nuestras máscaras de “aquí no ha pasado nada” y fuimos a recibir. Era la suegra, siempre sin avisar y tan inoportuna. Traía una bolsa con un montón de ropa. Dijo que había visitado el bazar de la parroquia y había comprado algo para nosotros. Para mí un mahón y para Ayelén una blusa. Cuando sacó las piezas nos dijo que las había comprado porque las vio y se les parecieron a nosotros. Mi suegra es media despistada y cegata, es una Mrs. Magoo andante, así que nunca se dio cuenta de que lo que nos regaló era parte de lo que Ayelén había donado al bazar. De hecho, mi suegra nunca supo que la blusa que le trajo a su hija, ella misma se la había regalado para navidad y Ayelén, como detestaba el color, se la había dado a los de la parroquia con todas las etiquetas y sellos. En mi caso yo reconocí mi regalo inmediatamente; era Pepe. De la emoción allí mismo en la sala me bajé los pantalones que tenía puestos, me enganché a mi pana de toda la vida y salí para la calle. Por alguna razón extraña el destino me había devuelto a Pepe. Mientras iba en el carro pensaba en la cantidad de ropa que uno usa en toda su vida. ¿Dónde están todas esa piezas y trapos que uno se ha puesto desde que eran un recién nacido? ¿En qué bazar del destino está colgando ahora toda esa indumentaria que nos ha arropado el cuerpo a través de tantos años? Pues la verdad no lo sé, Pepe a veces hace que me ponga medio nostálgico y filosófico. Solo sé una cosa, y es que en ese bazar del destino también debe estar colgando Parasuco, el mahón que llevaba puesto el día en que conocí a Ayelén. ¡Cuánto me hubiese gustado haberlo conservado también!