¡Verde! la advertencia y la gestión verdes están de moda. Nuestra generación de finales del siglo veinte e inicios del veintiuno exhibe como seña de su identidad, una preocupación y ocupación consciente sobre la conservación de los recursos ambientales. La cultura de comunicación masiva, que también nos distingue como época, se ha encargado de ponernos al tanto de esa intervención abusiva y antinatural del ser humano, que consume más de lo que produce, extingue más de lo que conserva y acumula más de lo que comparte. Sin embargo, aun en medio de este absurdo escenario en el que somos espectadores y protagonistas de nuestra autodestrucción, la información generalizada no es garantía de un compromiso con la causa ambiental. De hecho podría decirse, que por estar expuestos a tanta información sobre los daños al planeta, casi nos hemos hecho inmunes al horror que la anagnórisis del crimen contra natura debería producir sobre nuestras conciencias. Prueba de esto es el hecho de que los países industrializados todavía no se hayan puesto de acuerdo para reducir las emisiones de carbono, que el fenómeno del calentamiento global para muchos es más un asunto de fe que de ciencia y que la desforestación es una especie de bioterrorismo que a muchos ni les alarma, ni les preocupa. Por eso pienso que a propósito y a pesar de la mucha información (y desinformación) que se disemina diariamente en torno al conflicto ambiental, aun es necesario un llamado insistente a la toma de conciencia. Un llamado a despertar del letargo producido por el exceso de datos, para pasar al compromiso alerta de la acción.
En mi caso, reconozco que ese despertar llegó tarde, pero agradezco que llegó. Cuando trato de rastrear su origen, mi memoria me lleva a una frase que leí hace unos años en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme. La frase lee así: “La tierra no la heredamos de nuestros padres, sino que se la tomamos prestada a nuestros hijos”. Aún recuerdo la emoción que me provocaron estas palabras: pura y dura vergüenza. Imaginé un bochorno masivo en el que les entregábamos a nuestros hijos del futuro un planeta quemado, apestoso y deforme. A ellos no les quedaba otro remedio que conformarse con esta desherencia. Luego pensé en el hijo pródigo. Definitivamente si se analiza con cuidado la frase, uno se da cuenta de que representa la antítesis del famoso relato bíblico. En la parábola, el hijo reclama su herencia, la malgasta y después vuelve avergonzado para ser redimido por la misericordia y el amor del padre. Pero en la frase, es el padre el que retiene la herencia, la desgasta y después se presenta indiferente ante su hijo al que no le queda más remedio que eximir al progenitor, no por amor, sino por impotencia. La interrogante es entonces obligada: ¿merecemos la misericordia de los hijos a los que les estamos malgastado el planeta? La verdad lo ignoro, pero lo que sí sé (pues somos una generación muy informada) es que el problema del planeta supera al ambiente y a los seres humanos que lo habitan. Para que el primero sane, los segundos tienen que sanar también, o sea tal y como en un ecosistema es necesaria una relación de integración.
Este mensaje de una “ecología integral” es precisamente el que propone la primera encíclica del papa Francisco. Este papa que ha adquirido fama mundial por la humildad y la informalidad de sus planteamientos y acciones es también conocido como el papa de los muchos “firsts”. Es el primer papa jesuita, el primer pontífice de origen americano e hispano y el primero que no es europeo. También es el primero en dirigirse en audiencia al congreso de los Estados Unidos y lo que me interesa resaltar aquí, el primero en dedicar su primera encíclica a un tema no teológico.
“Laudato si, sobre el cuidado de la casa común” es un llamado al diálogo ecológico que toma como base la fe cristiana. Su contenido pone de manifiesto el grave problema ambiental, mientras propone la restitución de la dignidad humana como sine qua non para enfrentar la crisis ecológica. De entrada el texto tiene varios aciertos. Primero proyecta la humildad de su autor cuando reconoce que la Iglesia tiene que participar de un diálogo que ya se ha gestado en la sociedad. El llamado es a que ese diálogo se renueve. Segundo, reconoce que muchas veces los cristianos han interpretado incorrectamente la Biblia para justificar el dominio del ser humano sobre la naturaleza. Eso hace al cristiano y a la Iglesia parte del problema. Finalmente, utiliza un lenguaje inclusivo, el cual unido al tema no estrictamente teológico del documento, facilita la lectura de los no cristianos. Todas estas bondades me hacen pensar que el llamado de Francisco no es el de una voz que clama desde el desierto frío de las paredes de la catedral de San Pedro. Por el contrario, creo que el escrito aspira (aunque no siempre lo logra) a ser un cántico que busca su espacio en medio de la apabullante cultura mediática, en la que el tema ambiental es mucha veces un ruido sostenido, al que ya nos hemos acostumbrado. ¿Cómo podemos distinguir el mensaje de Francisco en medio de este verde tránsito informático? ¿Qué puede decir este texto que no se haya dicho ya, incluso por representantes de la Iglesia católica? Les dejo aquí la lista mínima de algunos de los planteamientos de la encíclica que llamaron mi atención. Juzguen ustedes mismos, y el que tenga oídos y quiera, que oiga esta plegaria verde.
1. El objetivo no es recoger información o saciar nuestra curiosidad, sino tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar.
2. La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería.
3. Por ejemplo, los cambios del clima originan migraciones de animales y vegetales que no siempre pueden adaptarse, y esto a su vez afecta los recursos productivos de los más pobres, quienes también se ven obligados a migrar con gran incertidumbre por el futuro de sus vidas y de sus hijos.
4. De este modo, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros.
5. En otros (lugares), se crean urbanizaciones «ecológicas» sólo al servicio de unos pocos, donde se procura evitar que otros entren a molestar una tranquilidad artificial.
6. Culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas.
7. La deuda externa de los países pobres se ha convertido en un instrumento de control, pero no ocurre lo mismo con la deuda ecológica.
8. No hay fronteras ni barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos, y por eso mismo tampoco hay espacio para la globalización de la indiferencia.
9. No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología.
10. Es una cuestión ambiental de carácter complejo, por lo cual su tratamiento exige una mirada integral de todos sus aspectos, y esto requeriría al menos un mayor esfuerzo para financiar diversas líneas de investigación libre e interdisciplinaria que puedan aportar nueva luz.
11. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental.
12. La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal.
13. No basta la búsqueda de la belleza en el diseño, porque más valioso todavía es el servicio a otra belleza: la calidad de vida de las personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua.
14. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
15. Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional.
En mi caso, reconozco que ese despertar llegó tarde, pero agradezco que llegó. Cuando trato de rastrear su origen, mi memoria me lleva a una frase que leí hace unos años en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme. La frase lee así: “La tierra no la heredamos de nuestros padres, sino que se la tomamos prestada a nuestros hijos”. Aún recuerdo la emoción que me provocaron estas palabras: pura y dura vergüenza. Imaginé un bochorno masivo en el que les entregábamos a nuestros hijos del futuro un planeta quemado, apestoso y deforme. A ellos no les quedaba otro remedio que conformarse con esta desherencia. Luego pensé en el hijo pródigo. Definitivamente si se analiza con cuidado la frase, uno se da cuenta de que representa la antítesis del famoso relato bíblico. En la parábola, el hijo reclama su herencia, la malgasta y después vuelve avergonzado para ser redimido por la misericordia y el amor del padre. Pero en la frase, es el padre el que retiene la herencia, la desgasta y después se presenta indiferente ante su hijo al que no le queda más remedio que eximir al progenitor, no por amor, sino por impotencia. La interrogante es entonces obligada: ¿merecemos la misericordia de los hijos a los que les estamos malgastado el planeta? La verdad lo ignoro, pero lo que sí sé (pues somos una generación muy informada) es que el problema del planeta supera al ambiente y a los seres humanos que lo habitan. Para que el primero sane, los segundos tienen que sanar también, o sea tal y como en un ecosistema es necesaria una relación de integración.
Este mensaje de una “ecología integral” es precisamente el que propone la primera encíclica del papa Francisco. Este papa que ha adquirido fama mundial por la humildad y la informalidad de sus planteamientos y acciones es también conocido como el papa de los muchos “firsts”. Es el primer papa jesuita, el primer pontífice de origen americano e hispano y el primero que no es europeo. También es el primero en dirigirse en audiencia al congreso de los Estados Unidos y lo que me interesa resaltar aquí, el primero en dedicar su primera encíclica a un tema no teológico.
“Laudato si, sobre el cuidado de la casa común” es un llamado al diálogo ecológico que toma como base la fe cristiana. Su contenido pone de manifiesto el grave problema ambiental, mientras propone la restitución de la dignidad humana como sine qua non para enfrentar la crisis ecológica. De entrada el texto tiene varios aciertos. Primero proyecta la humildad de su autor cuando reconoce que la Iglesia tiene que participar de un diálogo que ya se ha gestado en la sociedad. El llamado es a que ese diálogo se renueve. Segundo, reconoce que muchas veces los cristianos han interpretado incorrectamente la Biblia para justificar el dominio del ser humano sobre la naturaleza. Eso hace al cristiano y a la Iglesia parte del problema. Finalmente, utiliza un lenguaje inclusivo, el cual unido al tema no estrictamente teológico del documento, facilita la lectura de los no cristianos. Todas estas bondades me hacen pensar que el llamado de Francisco no es el de una voz que clama desde el desierto frío de las paredes de la catedral de San Pedro. Por el contrario, creo que el escrito aspira (aunque no siempre lo logra) a ser un cántico que busca su espacio en medio de la apabullante cultura mediática, en la que el tema ambiental es mucha veces un ruido sostenido, al que ya nos hemos acostumbrado. ¿Cómo podemos distinguir el mensaje de Francisco en medio de este verde tránsito informático? ¿Qué puede decir este texto que no se haya dicho ya, incluso por representantes de la Iglesia católica? Les dejo aquí la lista mínima de algunos de los planteamientos de la encíclica que llamaron mi atención. Juzguen ustedes mismos, y el que tenga oídos y quiera, que oiga esta plegaria verde.
1. El objetivo no es recoger información o saciar nuestra curiosidad, sino tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar.
2. La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería.
3. Por ejemplo, los cambios del clima originan migraciones de animales y vegetales que no siempre pueden adaptarse, y esto a su vez afecta los recursos productivos de los más pobres, quienes también se ven obligados a migrar con gran incertidumbre por el futuro de sus vidas y de sus hijos.
4. De este modo, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros.
5. En otros (lugares), se crean urbanizaciones «ecológicas» sólo al servicio de unos pocos, donde se procura evitar que otros entren a molestar una tranquilidad artificial.
6. Culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas.
7. La deuda externa de los países pobres se ha convertido en un instrumento de control, pero no ocurre lo mismo con la deuda ecológica.
8. No hay fronteras ni barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos, y por eso mismo tampoco hay espacio para la globalización de la indiferencia.
9. No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología.
10. Es una cuestión ambiental de carácter complejo, por lo cual su tratamiento exige una mirada integral de todos sus aspectos, y esto requeriría al menos un mayor esfuerzo para financiar diversas líneas de investigación libre e interdisciplinaria que puedan aportar nueva luz.
11. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental.
12. La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal.
13. No basta la búsqueda de la belleza en el diseño, porque más valioso todavía es el servicio a otra belleza: la calidad de vida de las personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua.
14. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
15. Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional.