Llegué a su casa, siempre limpia, siempre lista, siempre tan acogedora para la visita. Sobre la mesa del comedor ya estaba dispuesta para ser cortada una gruesa barra del manjar. Al lado de esta, el gran amante de la pasta de guayaba, el queso blanco que la corteja, quiere que ella lo haga sonrojar para perder un poco de su palidez. Y una vez unidos, el almíbar de la pasta y el aceitoso sudor del queso irán a solazarse sobre el lecho circular que les ofrece una tostada galleta salada.
Me acerco a la cocina hasta donde está ella. Me anuncio pidiendo la bendición y me limito a abrazarla por la espalda. No puede voltear para verme porque el mango de una cacerola la mantiene sujetada a la estufa. De hecho con mi entrada interrumpo la faena con la que le está dando los últimos toques a sendas tazas de café con leche. Ya el ritual de agitar la espuma ha terminado, ahora la blancura láctea vuelve a ser transgredida, esta vez por el por carnaval azabache de la cafeína. Ella revuelve un poco y todo está listo y bueno. Sobre las tazas se vierte el brebaje, sobre nuestros olfatos el vaho del alma del cafetal, sobre nuestros rostros la complacencia que dispone el encuentro entre madre e hijo.
¿Cuánto de azúcar? me pregunta como si no supiera. Ella sabe exactamente que son dos cucharadas, pues lo tomo así desde niño, cuando ella misma me lo servía en el desayuno. Felícita en cambio toma el café puya, dice que así se disfruta más y hace menos daño. Finalmente nos sentamos y comenzamos; pero no. Ahora ella se levanta de la mesa para buscar un poco de pan por si acaso quiero pasar de las galletas. Y antes de sentarse nuevamente va y viene de la cocina unas tres o cuatro veces más acompañada de mantequilla, otras dos clases de queso y un poco de fruta. Ahora sí estamos frente a frente, le agradezco la invitación y me refiero a la pasta como una de las de mejor color que ha preparado. Me pregunta cómo estoy y entonces empiezo a hablar de la retahíla de compromisos en las que estoy metido y del nuevo proyecto de la universidad. Un trozo de pasta que me sirvo se me cae al suelo y eso activa una especie de resorte que la hace salir disparada en busca de un trapo para limpiar. “Las hormigas son terribles, sígueme contando” me dice. De repente la veo eñangotá recogiendo el trozo de guayaba que cayó sobre la loseta blanca. Otra violación cromática (como el queso y la leche) pero esta vez sin poesía. Ella toma en sus manos el pedazo de pasta, lo besa y se lo come. Luego trae un mapo húmedo, riega un poco de detergente y me mira fijamente a los ojos. Sé lo que significa esa mirada, levanto los pies automáticamente para no interferir con el tránsito del mapo.
Mi torpeza y su ansiedad de no poder estar quieta distorsionan la serenidad de nuestro encuentro. Le digo que se siente, que deje lo de limpiar para después y que hablemos. Reacciona, se tranquiliza, se ubica en la mesa. Le pregunto cómo está y me dice que le da trabajo levantarse en las mañanas, que a veces el dolor no la deja terminar los quehaceres. Se queja de Papi, de la vecina y de sus hermanos. Se molesta por lo caro que está todo en las tiendas y de lo poco que dejó la cosecha de café este año. Se acuerda que le debe el ruedo de unos pantalones a un señor del barrio y se consuela diciendo que lo hará cuando me vaya. Le digo que coja las cosas con calma y que visite al médico porque todo tiene remedio a tiempo. Ella me dice que no va a dejar que los achaques le amarguen la vida, pues para ella la vida siempre ha sido puya. Me pregunta que cómo van las cosas con Adriana, la chica que traje a casa el mes pasado. Mientras la escucho me llevo a la boca un trozo de pasta de guayaba que piso con un buen sorbo de café. El café ha perdido su dulce y la sensación de amargo me arruga cada músculo de la cara. Le contesto que me gusta Linda, pero que a veces se porta tan bien conmigo que me pesa. Creo que es muy buena para mí, que quiere algo serio y que no sé si estoy para compromisos.
Su respuesta es desafiante y reveladora: “¿Así que tanta dulzura te agria la vida?” Me pongo nervioso, mi sonrisa de malagradecido me delata. Luego me repongo y le digo que a veces la vida trae situaciones que prometen bienestar, como la pasta de guayaba y el café, pero que cuando se combinan no saben tan bien como se veían. Para desviar la atención sobre el tema de mi relación con Adriana le pregunto que si sabe por qué ocurre que cuando se toman alimentos dulces el café sabe amargo. Me dice que no sabe y le explico que se debe a una especie de fatiga de los sentidos en la que el paladar se satura de azúcar y el cerebro decide procesar el sabor amargo porque requiere menos esfuerzo que el dulce. Es simplemente ciencia, lo aprendí en la clase de Biología. Ella me mira de arriba abajo mientras se lleva a la boca trozos de queso y guayaba que luego bautiza con un trago de café. Entonces con la seguridad que tantos años de experiencia de vida han tejido sobre su rostro me dice: “Mejor café puya por almíbar que no por falta de azúcar. Trata de que no se te pierda la vida porque el camino de lo amargo requiere menos esfuerzo y fatiga los sentidos. Es simplemente la ciencia de la vida”. Trato de responder, pero no tengo argumentos. Su palabra empalagada de sabiduría me fulmina la juventud. Una sonrisa triunfante y maternal se asoma por el borde de la taza, mientras toma otro sorbo de café puya. Continuamos comiendo de los entremeses en silencio. Al rato nos despedimos. Ella regresó a sus quehaceres al poco rato y yo me fui temprano. A la sombra del recuerdo de su abrazo me voy del barrio con el ánimo puya de tanto almíbar.
NOTA: De los muchos cafés pendientes este debió ocurrir más o menos a mediados de la década de los noventa. Pero como para ese tiempo Felícita no estaba y yo no tenía cafés pendientes, pues no pudimos juntarnos. Hoy ella sigue ausente, pero yo escribo sobre cosas pendientes. Al fin se han juntado el hambre y las ganas de comer y beber. Agradezco a Zabdiel Alvarado y Arnaliz Deida por la información que me enviaron sobre el sentido del gusto.
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