Era cosa común entre las familias de tiempos pasados, el recoger y dar albergue a personas que estaban desamparadas. Esto aplicaba tanto a familiares, amigos como a gentes desconocidas. Sus historias siempre se inician con una frase como esta: “un día llegó por ahí con sus motetes al hombro y lo recogimos”. Lo mismo llegaban con previo aviso que de repente y sus estadías podían ser tan breves como una muerte o tan largas como toda una vida. Muchos de ellos pasaban a integrarse a un núcleo familiar (que ya de por sí era numeroso) hasta el punto de que se convertían en elementos claves de la lucha por la supervivencia en aquellos tiempos de harta pobreza. De esta forma estos “recogidos” como a veces se les llamaba, ayudaban a los jefes de la familia con las tareas diarias, cuidando a los niños o trabajando en el campo. Algunos eran aves de paso, pero otros se quedaban e incluso llegaban a ganarse un título que los unía irremediablemente a la familia que los había acogido. Eso explica por qué mucha gente llamaba tíos, compadres, padrinos, hermanos y padres a personas que en realidad no ostentaban ese título de forma natural sino por caridad.
En la historia de mi familia existieron muchos de estos transeúntes del destino que en mayor o menor medida dejaron su huella entre las simientes de lo que somos hoy día. En mi caso siempre que hablo de mis hermanos, nombro también a Pascual, hermano de crianza al que todos consideramos parte integral de nuestra familia. Para que tengan una idea de la magnitud de este vínculo, les dejo saber que todavía recuerdo con vergüenza el magno regaño que recibí cuando mis padres se enteraron de que yo andaba diciendo a mis amigos que Pascual no era mi hermano. La sentencia de mi madre fue fulminante y contundente: “Pascual es tu hermano que no te vuelva a oír decir lo contrario o ya verás”. Demás está decir que no quise arriesgarme a experimentar el “ya verás” de mi madre, así que como dicen en el campo “remedio santo”.
Desde que tengo memoria los relatos sobre aquellos que se hospedaron en nuestras vidas, pero que nunca conocí me han interesado mucho. Entre todas estas personas hay una que siempre me ha llamado la atención y despertado la curiosidad. Es la historia de Chucho un hombre alto, de piel clara y cuarteada, cabello negro y grandes pies. Siempre andaba con la camisa por dentro y a pesar de su estatura no andaba encorvado. Cargaba sus pertenencias en un saco, incluyendo su cuchara, galón para tomar agua y una hamaca para dormir, que colgaba en las distintas casas que le daban albergue. Pero Chucho tenía dos costumbres que lo distinguían de los demás: siempre andaba descalzo y tomaba su café bebiendo por el lado de la taza donde se ubica el mango. Cuando me lo contaron pregunté que por qué no usaba zapatos. Me dijeron que no le gustaban, que tenía los pies grandes de tanto andar descalzo y que no se acostumbraba a llevarlos. Cuando pregunté que por qué tomaba el café por el lado de la taza que sostiene el mango, me dijeron que Chucho decía que por ahí nadie tomaba y que él era muy limpio, muy decente. Cuando pregunté que por qué si era muy limpio y decente no usaba zapatos, recibí respuestas que se extendieron hacia un enigma sin fin. De modo que esto es todo lo que sé, Chucho no usaba zapatos y bebía café por el lado del gancho de la taza. Así que a falta de respuestas he decidido proponer mi propia hipótesis para explicar las manías de Chucho. Me gusta pensar que las dos costumbres que lo distinguían formaban parte de un mensaje secreto que constantemente enviaba a los miembros de mi familia, es decir a los que lo habían recogido.
Los pies descalzos. Decía Shakira (cuando todavía escribía letras con sentido) que el ser humano pertenecía a una “raza antigua de pies descalzos y de sueños blancos” y que este es solo “polvo, polvo” y por lo tanto debe recordar que el “hierro siempre al calor es blando”. De manera que los pies descalzos nos acercan al origen, a lo que realmente somos y al mismo tiempo son testigos fieles de nuestra vulnerabilidad. De hecho, se ha hablado del zapato como un objeto higiénico de la cultura que eleva al pie humano del sucio de la tierra, que lo separa de ese origen animal o vínculo estrecho con la naturaleza. Por eso pienso que quizás Chucho siempre llevó los pies descalzos para recordar su origen y su situación pedestre y ambulante. Tal vez los pies descalzos lo obligaban siempre a bajar la cabeza, no para sentirse menos que nadie, sino para recordar que fueron ellos los que lo llevaron a dejar su antigua casa y lo trajeron a la nuestra. Probablemente se trataba de una forma de conservar la identidad, de permanecer fiel a su condición de jíbaro humilde que dependía de la constante regeneración de la caridad de otros. Los pies descalzos eran su manera de decir no soy de ustedes, pero necesito de ustedes. Cubrir con zapatos aquellos grandes pies hubiese sido como borrar su memoria, negar el lugar de dónde venía y perderse entre los miembros de una de las familias que lo recibió, bajo un título cualquiera de parentesco artificial. En otras palabras negarse a usar zapatos era una reafirmación de que los pies descalzos que lo sostenían eran su boleto de ida y vuelta, eran su libertad.
Beber café por el mango. Chucho tenía razón, nadie bebe por el lado de la taza donde se ubica el mango. Es un lugar de la circunferencia del envase que le niega el acceso a los labios, es una especie de prohibición. Pero los labios lo aceptan porque le hacen un favor a la mano que sostiene la taza. Agarrar la taza por el gancho es más cómodo, se evita la quemadura de las bebidas calientes y a algunos hasta les permite levantar el meñique con un gesto de caché. Así que los labios aceptan la condición de que pueden pasearse a sus anchas por todo el borde de la taza, excepto por el lado del mango, siempre y cuando la mano fiel les dé de beber. Definitivamente es un negocio redondo basado en el sentido común, que a su vez desemboca en un acto de placer gustativo. Sin embargo, Chucho decidió rebelarse en contra del sentido común y al mismo tiempo conservar el placer de beber. ¿Por qué? Pues porque su afán por la higiene superaba su deseo de comodidad. Para él era más valioso ser limpio que estar a gusto y por eso obligaba a sus labios a transgredir ese espacio de la taza que les está vedado. Es incómodo beber por ese arco de la circunferencia donde se ubica el gancho. Los dedos se apretujan para tener más control, el dedo pulgar toca los labios y les interrumpe su sorbo e incluso se corre el riesgo de uno derramarse el líquido caliente encima. Pero para Chucho este malabarismo (que seguramente llegó a dominar con destreza) era tal vez un acto que ponía en el escenario de la casa ajena un despliegue de su gran sentido de limpieza. De nuevo, esta era su manera de decir necesito de ustedes, pero no soy uno de ustedes. Solo que ahora la marca de identidad se basaba en un acto de extrema disciplina higiénica. Esto para nuestros antepasados jíbaros era algo muy importante. A fuerza de sufrir tantos desprecios, insultos y abusos debido a la extrema pobreza, para muchos campesinos era imprescindible demostrar con sus costumbres que la pobreza no es sinónimo de indecencia. Creo que esto para Chucho, “un recogido” tenía mucha más importancia. Su camisa siempre por dentro del pantalón, su propio galón para tomar agua, su propia cuchara para comer eran gestos con los que compraba su bienvenida a las casas que lo recibían. Tomar por el gancho de la taza y mantener la limpieza de sus labios eran su boleto de ida y vuelta, su dignidad.
En la historia de mi familia existieron muchos de estos transeúntes del destino que en mayor o menor medida dejaron su huella entre las simientes de lo que somos hoy día. En mi caso siempre que hablo de mis hermanos, nombro también a Pascual, hermano de crianza al que todos consideramos parte integral de nuestra familia. Para que tengan una idea de la magnitud de este vínculo, les dejo saber que todavía recuerdo con vergüenza el magno regaño que recibí cuando mis padres se enteraron de que yo andaba diciendo a mis amigos que Pascual no era mi hermano. La sentencia de mi madre fue fulminante y contundente: “Pascual es tu hermano que no te vuelva a oír decir lo contrario o ya verás”. Demás está decir que no quise arriesgarme a experimentar el “ya verás” de mi madre, así que como dicen en el campo “remedio santo”.
Desde que tengo memoria los relatos sobre aquellos que se hospedaron en nuestras vidas, pero que nunca conocí me han interesado mucho. Entre todas estas personas hay una que siempre me ha llamado la atención y despertado la curiosidad. Es la historia de Chucho un hombre alto, de piel clara y cuarteada, cabello negro y grandes pies. Siempre andaba con la camisa por dentro y a pesar de su estatura no andaba encorvado. Cargaba sus pertenencias en un saco, incluyendo su cuchara, galón para tomar agua y una hamaca para dormir, que colgaba en las distintas casas que le daban albergue. Pero Chucho tenía dos costumbres que lo distinguían de los demás: siempre andaba descalzo y tomaba su café bebiendo por el lado de la taza donde se ubica el mango. Cuando me lo contaron pregunté que por qué no usaba zapatos. Me dijeron que no le gustaban, que tenía los pies grandes de tanto andar descalzo y que no se acostumbraba a llevarlos. Cuando pregunté que por qué tomaba el café por el lado de la taza que sostiene el mango, me dijeron que Chucho decía que por ahí nadie tomaba y que él era muy limpio, muy decente. Cuando pregunté que por qué si era muy limpio y decente no usaba zapatos, recibí respuestas que se extendieron hacia un enigma sin fin. De modo que esto es todo lo que sé, Chucho no usaba zapatos y bebía café por el lado del gancho de la taza. Así que a falta de respuestas he decidido proponer mi propia hipótesis para explicar las manías de Chucho. Me gusta pensar que las dos costumbres que lo distinguían formaban parte de un mensaje secreto que constantemente enviaba a los miembros de mi familia, es decir a los que lo habían recogido.
Los pies descalzos. Decía Shakira (cuando todavía escribía letras con sentido) que el ser humano pertenecía a una “raza antigua de pies descalzos y de sueños blancos” y que este es solo “polvo, polvo” y por lo tanto debe recordar que el “hierro siempre al calor es blando”. De manera que los pies descalzos nos acercan al origen, a lo que realmente somos y al mismo tiempo son testigos fieles de nuestra vulnerabilidad. De hecho, se ha hablado del zapato como un objeto higiénico de la cultura que eleva al pie humano del sucio de la tierra, que lo separa de ese origen animal o vínculo estrecho con la naturaleza. Por eso pienso que quizás Chucho siempre llevó los pies descalzos para recordar su origen y su situación pedestre y ambulante. Tal vez los pies descalzos lo obligaban siempre a bajar la cabeza, no para sentirse menos que nadie, sino para recordar que fueron ellos los que lo llevaron a dejar su antigua casa y lo trajeron a la nuestra. Probablemente se trataba de una forma de conservar la identidad, de permanecer fiel a su condición de jíbaro humilde que dependía de la constante regeneración de la caridad de otros. Los pies descalzos eran su manera de decir no soy de ustedes, pero necesito de ustedes. Cubrir con zapatos aquellos grandes pies hubiese sido como borrar su memoria, negar el lugar de dónde venía y perderse entre los miembros de una de las familias que lo recibió, bajo un título cualquiera de parentesco artificial. En otras palabras negarse a usar zapatos era una reafirmación de que los pies descalzos que lo sostenían eran su boleto de ida y vuelta, eran su libertad.
Beber café por el mango. Chucho tenía razón, nadie bebe por el lado de la taza donde se ubica el mango. Es un lugar de la circunferencia del envase que le niega el acceso a los labios, es una especie de prohibición. Pero los labios lo aceptan porque le hacen un favor a la mano que sostiene la taza. Agarrar la taza por el gancho es más cómodo, se evita la quemadura de las bebidas calientes y a algunos hasta les permite levantar el meñique con un gesto de caché. Así que los labios aceptan la condición de que pueden pasearse a sus anchas por todo el borde de la taza, excepto por el lado del mango, siempre y cuando la mano fiel les dé de beber. Definitivamente es un negocio redondo basado en el sentido común, que a su vez desemboca en un acto de placer gustativo. Sin embargo, Chucho decidió rebelarse en contra del sentido común y al mismo tiempo conservar el placer de beber. ¿Por qué? Pues porque su afán por la higiene superaba su deseo de comodidad. Para él era más valioso ser limpio que estar a gusto y por eso obligaba a sus labios a transgredir ese espacio de la taza que les está vedado. Es incómodo beber por ese arco de la circunferencia donde se ubica el gancho. Los dedos se apretujan para tener más control, el dedo pulgar toca los labios y les interrumpe su sorbo e incluso se corre el riesgo de uno derramarse el líquido caliente encima. Pero para Chucho este malabarismo (que seguramente llegó a dominar con destreza) era tal vez un acto que ponía en el escenario de la casa ajena un despliegue de su gran sentido de limpieza. De nuevo, esta era su manera de decir necesito de ustedes, pero no soy uno de ustedes. Solo que ahora la marca de identidad se basaba en un acto de extrema disciplina higiénica. Esto para nuestros antepasados jíbaros era algo muy importante. A fuerza de sufrir tantos desprecios, insultos y abusos debido a la extrema pobreza, para muchos campesinos era imprescindible demostrar con sus costumbres que la pobreza no es sinónimo de indecencia. Creo que esto para Chucho, “un recogido” tenía mucha más importancia. Su camisa siempre por dentro del pantalón, su propio galón para tomar agua, su propia cuchara para comer eran gestos con los que compraba su bienvenida a las casas que lo recibían. Tomar por el gancho de la taza y mantener la limpieza de sus labios eran su boleto de ida y vuelta, su dignidad.