Hace un mes estaba en un supermercado y vi la lata con mi nombre. Decidí comprarla y regalársela a mi esposa, como un gesto simpático, como una poca cosa de ocurrencia, para perpetuar mi fama de hombre gracioso y detallista. Pero tan pronto coloqué la lata en la canastita de la compra todo se transformó porque él se me apareció como un fantasma del pasado, cuando me dirigía hacia la caja registradora.
Era Calixto Flavio Fernández Santos (dudo que su feo nombre esté en una lata) un ex compañero de estudio de la escuela intermedia. Todos lo conocían como Cali el Cano y su mayor virtud era ser el gran abusador de la escuela. Por sus manos pasamos todos los prepas y desvalidos de popularidad a quienes nos molestaba con fastidioso rigor. Demás está decir que un rayo de malas memorias, cayó sobre mí cuando lo vi al otro extremo del largo pasillo que nos separaba. A pesar de la distancia, el aspecto más perturbador de aquella aparición quedaba perfectamente perceptible ante mis ojos. Era Cali, el gran abusador. Allí estaba suspendido y absorto por el placer que le proporcionaba la refrescante lata de cola que se estaba tomando. Esa lata llevaba inscrito mi nombre.
Cuando lo vi así de repente, no lo niego, me asusté y me escondí detrás de un estante. Por un momento me convertí en aquel niño gordito que huía de sus abusos, el pasillo del supermercado parecía uno de los corredores de la escuela S.U Bonifacio Alvarado y él un cazador manganzón al acecho. Luego me concentré, recordé que soy un adulto maduro y capaz y me devolví a la realidad actual. Me asomé y lo miré nuevamente, esta vez con más atención. Traté de verlo como el adulto, no como el bully del pasado. Tenía el cuerpo erguido, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás para facilitar el sorbo, los ojos cerrados como un niño con biberón. Lucía sereno, pasivo, inocente. Nada en su aspecto evidenciaba su pasado de impertinente agresor. Estaba más delgado, pero fornido. Llevaba el cabello rubio que siempre lo distinguió como Cali el Cano, aunque un poco más largo que antes. Vestía ropa y zapatos de marca, su reloj debía costar un par de cientos. Se veía bien, era atractivo, hasta podía pasar por un modelo. De repente me doy cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba admirando la belleza masculina de lo que antes fue para mí un monstruo. Aun así no podía dejar de mirar, me envolvía una extraña fascinación. De súbito todas las alarmas de la denominada identidad de género se encendieron en mi cabeza. Tuve que concentrarme. No hay nada malo en que un hombre vea a otro con agrado. Eso es normal, no hay nada de homo erotismo en ello. A lo mucho en este caso será una especie de síndrome de Estocolmo barato, pues seguramente me siento identificado con alguien que a cantazos secuestró parte de la tranquilidad de mi infancia.
Vuelvo a mirar y me pregunto. ¿Quién sabe a qué se dedicará Cali ahora? Si continuó con aquella actitud prepotente y violenta, dudo que haya llegado muy lejos. ¿De dónde saca el dinero para comprarse esa ropa? Tendrá un trabajo legítimo o como muchos se ha unido a las economías subterráneas de este país. ¿Estará casado? Para ello primero tendría que haberse curado de esa manía de burlarse de otros a fuerza de puños. ¿Estaré acaso frente a un maltratador? Quizás no; déjame tratar de ser justo. La gente cambia, madura, aprende. Otros se convierten a la religión y se enderezan. Eso podría explicar también su buen gusto por la ropa pero…
Interrumpí mi reflexión porque Cali hizo una pausa en el consumo de su bebida. Abrió los ojos se relamió por el azucarado sabor y me colocó, es decir colocó la lata con mi nombre sobre una de las tablillas de la góndola. Echó a su carrito un par de bolsas de papas fritas y volvió sobre el refresco. ¡Otro largo trago en mi nombre! Allí estaba Cali bebiéndome con gusto y yo loco por ir hasta donde él y reclamarle a golpes por lo abusador que fue conmigo, con todos nosotros en la escuela. Pero no, no debo hacerlo, quedaría como un tonto, como una víctima en evidencia. El pasado es el pasado, y si yo creo que Cali pudo haber tenido la oportunidad de rehabilitarse, se supone que yo también hubiese hecho lo mismo. Eso eran cosas de niños. Además, ya he madurado. Ahora soy todo un profesional, alguien que usa el cerebro, no los puños. Acá entre nos y sin echármelas, Cali puede estar fornido, pero lo que a él le sobra en músculo a mí me sobra en habilidad mental. Puedo fulminarlo con una frase sólida, con una palabra afilada y certera. Soy como un Thor de la palabra.
Así que me decidí a caminar hasta él a riesgo de que pasara lo que tenía que pasar. Si me decía una sola frase, un solo comentario en con el que justificara o celebrara su pasado de guapetón alborotador, lo iba a poner de vuelta y media a barre-campos de palabras. Ya estaba más cerca de Cali, él continuaba bebiendo. Hizo otra pausa y me vio de frente, nos miramos. Continuamos nuestra marcha, sin que nada ocurriera. Lo fui dejando atrás, yo con mi lata llena de Eduardo y él con la suya vacía de mí. Me tenía en sus manos, pero no me reconoció. Mientras caminaba me dije en mi mente: “Yo preocupándome tanto por este pendejo y él ni se acuerda de mí.” No termine de pensar bien la oración, cuando de repente escuché a mis espaldas el sonido de una lata aplastada. Lo supe al momento, era yo otra vez aplastado por Cali. ¿Me habría leído la mente? Dicen que algunos salvajes beben la sangre de sus enemigos para adquirir sus poderes. Quizás yo había sido consumido por Cali con ese fin. Probablemente ahora él había adquirido el poder de lanzarme un rayo verbal con la destreza de un Thor. O peor aún, quizás él me había visto en el supermercado antes que yo a él y este precisamente era su ataque verbal: la lata con mi nombre. De todas las palabras posibles, quiso agredirme tragándose y aplastando mi identidad. No sé exactamente lo que ocurrió en aquel supermercado y no quise quedarme allí para averiguarlo. Supongo que fue una de esas cosas raras que ocurren cuando se destapa un refresco que lleva inscrito tu nombre. Continué caminando por el pasillo a toda prisa. Dejé la lata de Eduardo sobre una góndola cualquiera y me retiré del lugar sin decir ni una palabra.