Cuenta una historia familiar que el esposo no llegó a la casa esa noche, sino que lo trajeron colgando sobre los hombros, dos amigos que le insistieron que parara de beber. Lo colocaron sobre una de las sillas del comedor tal y como lo indicó la esposa, la cual se fue a la cocina para calentarle la comida. Era una de las noches especiales del festejo navideño y en la tarde la cena se había servido en la vajilla especial. Los invitados degustaron deliciosos manjares; arroz con gandules, pernil al horno, ñames cocidos, pasteles, morcilla y de postre arroz con dulce. El esposo no comió con ellos, pues desde el mediodía andaba de parranda por el barrio con la fiel juntilla de todos los años. La esposa le sirvió en un majestuoso plato redondo de la vajilla, una versión resumida del banquete original, que incluía un poco de cada cosa. Lo colocó frente a él y por si acaso, le preguntó que si en verdad iba a comer. El esposo se molestó por la pregunta y profirió palabras estrujadas para tratar de repeler la cantaleta que se avecinaba. Ella decidió irse a la cama y dejarlo solo en compañía de sus delicias culinarias. No bien se había volteado ella para marcharse cuando se escuchó el estruendo de la cerámica azotando en contra del suelo. El plato bailó boca abajo como un trompo hasta que cesó su movimiento al golpear una pata de la mesa. Milagrosamente no se rompió excepto en uno de los bordes en donde quedó como marca del accidente una pequeña zanja áspera y despintada. El esposo celebró su descuido con una risa burlona que parecía decir que a un borracho todo se le disculpa. Mientras tanto ella con un trapo recogió una a una sus delicias del suelo, que ahora iban a parar al balde donde se echaban las sobras para los puercos. Todo quedó limpió, el esposo a duras penas logró llegar a la cama, ella se acostó en el sofá y anocheció y amaneció el día primero.
El día siguiente, a la hora del desayuno el esposo pidió funche porque según él la harina de maíz era buena para la resaca. La esposa le sirvió una porción abundante la cual vertió nada más y nada menos que en el plato del borde roto. Él definitivamente lo notó porque ella así lo comprobó con su mirada. El funche le había quedado delicioso y solo bastó su aroma para comenzar a revivir en su cuerpo todo lo que la borrachera había devastado la noche anterior. Ahora estaba más alerta que nunca y no podía dejar de mirar el plato roto. Ese mismo día se sirvieron viandas con bacalao para el almuerzo. Ella otra vez utilizó el plato roto y él confirmó que lo del desayuno había sido una declaración de guerra. El almuerzo era el contraataque. El esposo pidió aceite de oliva el cual regó sobre las verduras con tensa tranquilidad. En la cena pidió kétchup para que el rojo ácido del condimento se esparciera sobre el arroz blanco, el huevo frito y la llaga de cerámica que se insistía sobre la curvatura del plato roto.
Y en esas estuvieron varias semanas. Ella sirviendo los platos favoritos de su marido en aquel plato mascado, que irónicamente le recordaba una y otra vez la torpeza insufrible de las borracheras del hombre. Él por su parte continuaba saboreando aquellos manjares mientras fingía que todo estaba bien, aunque cada bocado le sabía agridulce porque la cicatriz del plato le machacaba la conciencia por tantas borracheras seguidas. Aunque los dos habían desarrollado ciertas técnicas para tratar de ignorar la tensión, el caso es que no le resultaban del todo. Ella, por ejemplo, al momento de servir agarraba el plato por el lado en que estaba la rotura y la cubría con su dedo pulgar. Él por su parte para cubrir aquella marca apoyaba sobre el borde del plato cualquier alimento encubridor, un pedazo de pan, el hueso de una chuleta, la raja de aguacate o el pepinillo que siempre comía con la cena. Pero ambos sabían que la grieta del plato seguía allí. Todo se convirtió en un círculo vicioso. Ambos estaban seguros de que ninguno de ellos iba a detenerse. Ella seguiría cocinando porque había que alimentarse y el seguiría bebiendo en navidades porque entendía que era el premio por ser el proveedor de la familia. Sus venganzas estaban hechas la una para la otra y la verdad era que lo que salía sobrando era el dichoso plato roto.
Un día durante la hora del almuerzo el esposo llegó de la finca, rojo como un tomate, sudoroso y tambaleándose por el cansancio. Pensó en tirarse sobre el sofá para recobrar fuerzas, pero prefirió irse directamente a la mesa con la esperanza de que la comida lo reviviera. La esposa se dio cuenta de que la faena había sido dura para él y se apresuró a extenderle el plato de comida que ya estaba servido. Lo dejó sobre la mesa y se fue a fregar unos trastes. Y de repente se escuchó la frase: “Ya basta de castigo” seguida por el estruendo del plato que en esta ocasión sí se había hecho trizas. Y cuentan ellos que todo aquello fue como romper un hechizo. Él se sintió liberado de un mal que ya no aguantaba, por eso tiró el plato. Ella de espaldas a él en la cocina, dejó que una sonrisa le quebrara los labios, mientras su rostro se iluminaba amplio como un plato de vajilla fina de porcelana.
Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido suprimidos para evitar roturas y desencuentros circulares.
El día siguiente, a la hora del desayuno el esposo pidió funche porque según él la harina de maíz era buena para la resaca. La esposa le sirvió una porción abundante la cual vertió nada más y nada menos que en el plato del borde roto. Él definitivamente lo notó porque ella así lo comprobó con su mirada. El funche le había quedado delicioso y solo bastó su aroma para comenzar a revivir en su cuerpo todo lo que la borrachera había devastado la noche anterior. Ahora estaba más alerta que nunca y no podía dejar de mirar el plato roto. Ese mismo día se sirvieron viandas con bacalao para el almuerzo. Ella otra vez utilizó el plato roto y él confirmó que lo del desayuno había sido una declaración de guerra. El almuerzo era el contraataque. El esposo pidió aceite de oliva el cual regó sobre las verduras con tensa tranquilidad. En la cena pidió kétchup para que el rojo ácido del condimento se esparciera sobre el arroz blanco, el huevo frito y la llaga de cerámica que se insistía sobre la curvatura del plato roto.
Y en esas estuvieron varias semanas. Ella sirviendo los platos favoritos de su marido en aquel plato mascado, que irónicamente le recordaba una y otra vez la torpeza insufrible de las borracheras del hombre. Él por su parte continuaba saboreando aquellos manjares mientras fingía que todo estaba bien, aunque cada bocado le sabía agridulce porque la cicatriz del plato le machacaba la conciencia por tantas borracheras seguidas. Aunque los dos habían desarrollado ciertas técnicas para tratar de ignorar la tensión, el caso es que no le resultaban del todo. Ella, por ejemplo, al momento de servir agarraba el plato por el lado en que estaba la rotura y la cubría con su dedo pulgar. Él por su parte para cubrir aquella marca apoyaba sobre el borde del plato cualquier alimento encubridor, un pedazo de pan, el hueso de una chuleta, la raja de aguacate o el pepinillo que siempre comía con la cena. Pero ambos sabían que la grieta del plato seguía allí. Todo se convirtió en un círculo vicioso. Ambos estaban seguros de que ninguno de ellos iba a detenerse. Ella seguiría cocinando porque había que alimentarse y el seguiría bebiendo en navidades porque entendía que era el premio por ser el proveedor de la familia. Sus venganzas estaban hechas la una para la otra y la verdad era que lo que salía sobrando era el dichoso plato roto.
Un día durante la hora del almuerzo el esposo llegó de la finca, rojo como un tomate, sudoroso y tambaleándose por el cansancio. Pensó en tirarse sobre el sofá para recobrar fuerzas, pero prefirió irse directamente a la mesa con la esperanza de que la comida lo reviviera. La esposa se dio cuenta de que la faena había sido dura para él y se apresuró a extenderle el plato de comida que ya estaba servido. Lo dejó sobre la mesa y se fue a fregar unos trastes. Y de repente se escuchó la frase: “Ya basta de castigo” seguida por el estruendo del plato que en esta ocasión sí se había hecho trizas. Y cuentan ellos que todo aquello fue como romper un hechizo. Él se sintió liberado de un mal que ya no aguantaba, por eso tiró el plato. Ella de espaldas a él en la cocina, dejó que una sonrisa le quebrara los labios, mientras su rostro se iluminaba amplio como un plato de vajilla fina de porcelana.
Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido suprimidos para evitar roturas y desencuentros circulares.