No me pregunten por qué, pero yo siempre he creído que los enseres eléctricos de la casa tienen algún tipo de vida propia, una especie de conciencia de que somos sus amos y ellos nuestros esclavos. Todo comienza desde que los adquirimos. Los miramos en la tienda, los examinamos, abrimos sus compartimentos, los cerramos, les apretamos cuanto botón tienen y hasta los golpeamos para revisar su calidad de fábrica. Luego cuando ya nos cansamos de convencernos, los rechazamos o los cargamos en su jaula de cartón, los metemos en la parte trasera de un vehículo, los amarramos y los cargamos hasta la casa. Allí les asignamos un rincón y los ponemos contra la pared amarrados a un cable eléctrico para usarlos a nuestro antojo.
Existen distintas clases de amos. Algunos mantienen a estas máquinas muy aceitadas y cuidadas para prolongar su vida útil. Otros se acuerdan de ellos solo cuando los utilizan. Cuando se dañan, los amos responsables se culpan por algún descuido en el mantenimiento y se lamentan porque debieron haber detectado el problema y reparar algún desperfecto a tiempo. Estos son los que piensan que con ruidos y movimientos los enseres tienen una manera de decirnos lo que necesitan y siempre están atentos para escuchar las necesidades del aparato. Por otro lado los amos irresponsables se sorprenden cuando hay una falla y la reacción inmediata es apretar los botones con más fuerza, luego desconectar, volver a conectar y cuando esto no funciona insultarlos y hasta caerle a patadas. Ayelén y yo hemos evolucionado como amos. Al inicio de nuestro matrimonio éramos descuidados y crueles con los enseres. Pero la edad y la economía nos han hecho madurar y ahora tratamos de estar más atentos al bienestar de nuestros electrodomésticos.
Así como hay dos tipos de amos hay dos tipos de enseres: los pasivos y los rebeldes. Los primeros son esos enseres de larga durabilidad y poco mantenimiento. Son fáciles de reparar o reemplazar y no suelen causar grandes daños o emergencias. No son ruidosos por naturaleza y no manejan material peligroso o desagradable. En esta categoría están la radio, el televisor, la tostadora, las lámparas y la aspiradora. Por otro lado están los rebeldes. Estos hacen muchos ruidos, se mueven, apestan, queman, congelan, cortan y hasta pueden llegar a destruir la casa con un desajuste o incluso con una explosión. Estos bárbaros son la nevera, la estufa, la olla de presión, el microondas, la licuadora y la lavadora.
Pero esta semana pasada, Ayelén y yo hemos descubierto otro tipo de enser al que hemos llamado pasivo agresivo: la secadora de ropa. La secadora siempre la hemos considerado un enser pasivo, inofensivo y hasta maternal. Su tarea como el de las madres consiste en corregir desastres. En su vientre recibe un mogollón de ropa que para quitarse la suciedad y el mal olor tuvo que estar estrujándose y dando vueltas y cantazos en la piscina huracanada de la lavadora. Unos minutos después la secadora nos devuelve la vestimenta, tibia, olorosa y a veces casi planchada. Pero la semana pasada todo cambió. Poníamos la ropa en la tómbola, le dábamos el tiempo programado de siempre y cuando regresábamos encontrábamos que la ropa no estaba seca. Limpiábamos el filtro, convenientemente localizado en la accesible parte de arriba del aparato, quitábamos la pelusa compactada pero no era suficiente. Entendimos que algo andaba mal y antes de abrirla para inspeccionarla o de llamar al técnico decidimos verificar el conducto de escape.
Cuando empujamos la secadora hacia el frente y nos asomamos a la parte de atrás, aquello parecía un vertedero. Una gran capa de pelusa oscura cubría la pared, la secadora y el piso. Entre la alfombra de lanilla sobresalían rollitos de pelo, insectos disecados y basurilla. Identificamos pedacitos de papel quizás de uno de esos odiosos recibos de compra que olvidamos en algún bolsillo y que llenaron de pecas blancas algún pantalón fino color negro. También los restos de una etiqueta, que eran de una camisa, que seguramente se encogió al secarse, porque no leímos las instrucciones de secado. Decidí recurrir a la técnica del amo irresponsable y desconectar el grueso cable para conectarlo nuevamente. Quizás eso resolvía el problema del calor. Pero lo que me llevé fue un cantazo eléctrico porque toqué una parte donde el cable estaba pelado. ¿Cómo se peló? No lo sé. Sacamos la manga por donde escapa el vapor y lo que encontramos fue un gordo bollo de pelusa en donde un ratón había hecho nido. Allí lo encontramos muerto y apestoso.
En fin que la inofensiva y maternal secadora se había revelado en contra nuestra ocultando un desastre que nunca pudimos detectar a tiempo. Ahora nos mostraba una suciedad que no era del momento, sino acumulada poco a poco quién sabe desde cuándo. Pero todo lo que encontramos allí no era otra cosa que un retrato de nuestra ignorancia. La pelusa es nuestra pelusa, la de nuestra ropa que la secadora no nos devuelve calientita y olorosa, sino deshilada y desgastada. Los pelos nuestros pelos, el que se nos va cayendo con la edad. Las sabandijas atraídas por la falta de limpieza de esos rincones de la casa que intentamos ocultar con los enseres. Los pedazos de papel roto nuestra responsabilidad triturada y el cable pelado el fuetazo de lo inesperado. La secadora escondía algo que no sabíamos que se deterioraba y ahora explotaba, pero bajito, como quien no quiere la cosa. Y lo peor, con su pelusa la secadora nos decía que toda la culpa era nuestra. Ella solo se limitó a hacer lo que le ordenamos sin supervisión. Quizás hay que revisar más a menudo la parte de atrás de las cosas de nuestra casa.
Existen distintas clases de amos. Algunos mantienen a estas máquinas muy aceitadas y cuidadas para prolongar su vida útil. Otros se acuerdan de ellos solo cuando los utilizan. Cuando se dañan, los amos responsables se culpan por algún descuido en el mantenimiento y se lamentan porque debieron haber detectado el problema y reparar algún desperfecto a tiempo. Estos son los que piensan que con ruidos y movimientos los enseres tienen una manera de decirnos lo que necesitan y siempre están atentos para escuchar las necesidades del aparato. Por otro lado los amos irresponsables se sorprenden cuando hay una falla y la reacción inmediata es apretar los botones con más fuerza, luego desconectar, volver a conectar y cuando esto no funciona insultarlos y hasta caerle a patadas. Ayelén y yo hemos evolucionado como amos. Al inicio de nuestro matrimonio éramos descuidados y crueles con los enseres. Pero la edad y la economía nos han hecho madurar y ahora tratamos de estar más atentos al bienestar de nuestros electrodomésticos.
Así como hay dos tipos de amos hay dos tipos de enseres: los pasivos y los rebeldes. Los primeros son esos enseres de larga durabilidad y poco mantenimiento. Son fáciles de reparar o reemplazar y no suelen causar grandes daños o emergencias. No son ruidosos por naturaleza y no manejan material peligroso o desagradable. En esta categoría están la radio, el televisor, la tostadora, las lámparas y la aspiradora. Por otro lado están los rebeldes. Estos hacen muchos ruidos, se mueven, apestan, queman, congelan, cortan y hasta pueden llegar a destruir la casa con un desajuste o incluso con una explosión. Estos bárbaros son la nevera, la estufa, la olla de presión, el microondas, la licuadora y la lavadora.
Pero esta semana pasada, Ayelén y yo hemos descubierto otro tipo de enser al que hemos llamado pasivo agresivo: la secadora de ropa. La secadora siempre la hemos considerado un enser pasivo, inofensivo y hasta maternal. Su tarea como el de las madres consiste en corregir desastres. En su vientre recibe un mogollón de ropa que para quitarse la suciedad y el mal olor tuvo que estar estrujándose y dando vueltas y cantazos en la piscina huracanada de la lavadora. Unos minutos después la secadora nos devuelve la vestimenta, tibia, olorosa y a veces casi planchada. Pero la semana pasada todo cambió. Poníamos la ropa en la tómbola, le dábamos el tiempo programado de siempre y cuando regresábamos encontrábamos que la ropa no estaba seca. Limpiábamos el filtro, convenientemente localizado en la accesible parte de arriba del aparato, quitábamos la pelusa compactada pero no era suficiente. Entendimos que algo andaba mal y antes de abrirla para inspeccionarla o de llamar al técnico decidimos verificar el conducto de escape.
Cuando empujamos la secadora hacia el frente y nos asomamos a la parte de atrás, aquello parecía un vertedero. Una gran capa de pelusa oscura cubría la pared, la secadora y el piso. Entre la alfombra de lanilla sobresalían rollitos de pelo, insectos disecados y basurilla. Identificamos pedacitos de papel quizás de uno de esos odiosos recibos de compra que olvidamos en algún bolsillo y que llenaron de pecas blancas algún pantalón fino color negro. También los restos de una etiqueta, que eran de una camisa, que seguramente se encogió al secarse, porque no leímos las instrucciones de secado. Decidí recurrir a la técnica del amo irresponsable y desconectar el grueso cable para conectarlo nuevamente. Quizás eso resolvía el problema del calor. Pero lo que me llevé fue un cantazo eléctrico porque toqué una parte donde el cable estaba pelado. ¿Cómo se peló? No lo sé. Sacamos la manga por donde escapa el vapor y lo que encontramos fue un gordo bollo de pelusa en donde un ratón había hecho nido. Allí lo encontramos muerto y apestoso.
En fin que la inofensiva y maternal secadora se había revelado en contra nuestra ocultando un desastre que nunca pudimos detectar a tiempo. Ahora nos mostraba una suciedad que no era del momento, sino acumulada poco a poco quién sabe desde cuándo. Pero todo lo que encontramos allí no era otra cosa que un retrato de nuestra ignorancia. La pelusa es nuestra pelusa, la de nuestra ropa que la secadora no nos devuelve calientita y olorosa, sino deshilada y desgastada. Los pelos nuestros pelos, el que se nos va cayendo con la edad. Las sabandijas atraídas por la falta de limpieza de esos rincones de la casa que intentamos ocultar con los enseres. Los pedazos de papel roto nuestra responsabilidad triturada y el cable pelado el fuetazo de lo inesperado. La secadora escondía algo que no sabíamos que se deterioraba y ahora explotaba, pero bajito, como quien no quiere la cosa. Y lo peor, con su pelusa la secadora nos decía que toda la culpa era nuestra. Ella solo se limitó a hacer lo que le ordenamos sin supervisión. Quizás hay que revisar más a menudo la parte de atrás de las cosas de nuestra casa.