Lo recuerdo. Estábamos sentados sobre unos bloques forrados de musgo que a modo de cerca bordeaban toda nuestra casa. Jugábamos mi sobrino y yo con una pequeña manada de animalitos de plástico, de esos que vienen en bolsas transparentes con una etiqueta que evoca las coloridas granjas norteamericanas, aunque las piezas son Made in China. En la tierra que bajaba del barranco construíamos con astillas, piedrecillas y cualquier cosa, unos corrales para alojar al ganado. Con cordones de amarrar pasteles les hacíamos lazos sobre el cuello y hasta le proporcionábamos un bebedero con una tapa de malta o cerveza que llenábamos de agua.
Ese día mi padre llegó de la finca bañado en sudores y en compañía de un majestuoso racimo de guineos verdes, rollizos, lozanos, apetecibles. Debía haber en el aquel pezón un centenar de gigantes y por esa inmensidad natural quedamos maravillados. Pero ese día el padre no trajo fresas, chinas, guayabas, ni nada dulce que nos interesara, así que tras el asombro, regresamos a nuestra granja. Continuamos divirtiéndonos, pero ahora bendecidos por la sombra de la mirada paterna. En medio del juego, mi sobrino (mucho más ducho que yo en temas ganaderos debido a la influencia de su otro abuelo) advirtió que nos faltaba un toro para echárselo a las vacas. Yo las hubiese casado con caballos, si por mi ignorancia fuera, pero decidí confiar en su longeva experiencia y admitir que teníamos un serio problema en nuestra granja. Y fue en ese momento cuando mi padre atravesó la cuarta pared de nuestro escenario de juego y me dijo que fuera a la cocina y buscara la latita en la que se tiraban los fósforos ya usados. Cuando regresé con el envase, mi padre sostenía en sus manos un guineo recién arrancado del racimo, que aun chorreaba su mancha traslúcida. Tomó uno a uno los cerillos usados y los fue incrustando en el guineo que ahora dejaba salir más de su sangre transparente. Cuando terminó lo colocó en medio de uno de los corrales de nuestra granja y dijo: “Aquí tienes el toro”. “Eso no parece un toro”, exclamó mi sobrino. Mi padre entonces respondió “Es que le faltan los chifles, toma pónselos tú”. Luego le extendió dos palillos de fósforo, los cuales mi sobrino espetó sobre uno de los extremos del guineo.
Era simplemente increíble, la curvatura del guineo imitaba el lomo de una bestia. La parte oscura de la flor seca contraria al tallo funcionaba como hocico, mientras que las puntas quemadas de los fósforos parecían las pezuñas. El tallo cortado que antes lo agarraba al racimo parecía un rabo. El guineo continuaba supurando su mancha, pero quedaba ahora transformado en un toro verde coronado, majestuoso y fuerte. Allí se levantaba, se revolvía y se resistía en medio de las figuras de plástico que lo miraban como a un ente extraño. Era más grande que ellas sin ser exacto como ellas. Su pigmento no imitaba el de los mamíferos reales, pero lucía natural con su verde carne, pelo verde y sus cuernos de carbón encendido. Nuestra granja se hacía pequeña como un pesebre para recibir al bovino divino enviado de las alturas y hecho completamente en Puerto Rico.
Mi padre nos dio un par de guineos más, que nosotros inmediatamente transformamos en otros ejemplares que nos faltaban. Luego de cansarnos de jugar, mi madre tomó los animales de guineo, los desplumó de los palillos que le pusimos y procedió a cocinarlos. Los comimos con arroz blanco con tocino y guiso de bacalao. Toda la atmósfera de la casa, metida en medio del campo del barrio, quedó inundada de un vaho que olía a manjar de dioses y a exquisiteces condimentadas con humildad. Luego de comer nos tiramos los cuatro sobre los sillones de la sala a ver el Show de las doce, extasiados y contentos como si hubiésemos acabado de almorzarnos una res entera.
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Y ahora querido lector probablemente estés esperando que concluya esta historia decorándola con frases como: “Qué tiempos aquellos”, “todo tiempo pasado fue mejor”, “los niños de ahora han perdido la inocencia y ya no juegan”, o “los muchachos de hoy en día siempre están enchufados a la tecnología”. Pues en verdad que no me propongo darte ese contento. Creo que hay en esta vivencia otras reflexiones mucho más valiosas que la fácil nostalgia. Ese sería un remedio escapista del que recuerda por placer y no se acuerda de su deber.
Lo primero que se me ocurre decir es que en mi familia, y sé que en muchas otras de nuestro país, los juegos al igual que la comida eran un plato completo y nutritivo que se servía de generación en generación. No teníamos muchos juguetes caros, pero con los bueyes que había arábamos. Cualquier cosa al alcance de los sentidos estaba amenazada de convertirse en objeto de juego. Todavía están en mi memoria las veces en que mis hermanos me enseñaron por ejemplo a juntar tierra y agua en uno de esos pocillos en los que venden la mantequilla, para simular una taza de café. Quedaba tan parecido, que la lección de juego venía acompañada de las historias de aquellos que víctimas de un furor creativo-mimético, llegaron a probar aquel brebaje de lodo, que se parecía tanto al café. También aprendí a cortar en trozos la rosada flor del guineo para que pareciera jamón de cocinar y su semilla podrida para simular carne de res. Los terrones y piedrecillas para servir arroz, las semillas de las amapolas para que fueran cebollas, las hojas de café para usarlas como dinero y las de guayabo seco para hacerse uno su buen cigarro. La finca era una especie de Toys R Us, donde la flora se convertía en una serie de góndolas repletas de posibilidades lúdicas. Pero siempre en ese espacio los más pequeños éramos guiados e instruidos por los familiares más grandes, que nos regalaban lo que un día les regalaron a ellos. La flora, la fauna, la herencia y la imaginación siguen estando ahí, entonces ¿qué esperamos? Nuestros niños esperan.
En segundo lugar, debo decir que me molesta la actitud derrotista de muchos padres que se quejan de que sus hijos no juegan al aire libre. Sin embargo, me pregunto ¿juegan ellos? No es mi intención dar lecciones sobre la crianza de los hijos, solo pienso que las experiencias que vivimos, podemos tratar de compartirlas con las nuevas generaciones, en lugar de ponerles un juego electrónico en las manos y quejarnos porque no juegan otra cosa (aclaro que no tengo nada en contra de los video-juegos, siempre que se utilicen responsable e inteligentemente). A veces para ser un poco optimista prefiero pensar que el niño asomado a una pantalla por horas, no es que no sepa jugar otra cosa, sino que mata el tiempo esperando por un adulto que lo invite a probar otras experiencias de sana diversión.
Finalmente debo decir que yo sí he visto muchos niños que disfrutan los juegos activos al aire libre sobre todo cuando ven a papá, a mamá y a los abuelos participando y gozando de la experiencia. Créanme que los he visto reír a carcajadas, asfixiarse con una alegría contagiosa y luego tenderse sobre la grama, la arena o una alfombra, satisfechos de placer, como si se hubiesen almorzado una vaca entera.
De izquierda a derecha de arriba hacia abajo y con mucha imaginación. 1. Toro con chifles. 2. Flor de guineo=jamón 3. Base de la mata de guineo podrida=carne de res 4. Raíz de amapola=cebolla 5. Hojas de guayabo=tabaco 6. Hojas de café=billetes o dólares